Hace no demasiado tiempo, cuando una persona se sentía mal anímicamente o se encontraba con obstáculos en el plano de lo mental o espiritual que no podía superar por sí sola, acudía al psicólogo, al psiquiatra o al sacerdote.

Hubo un tiempo, pues, en que las ayudas para sanar la mente o el alma, venían de profesionales médicos, educativos o de pastores religiosos. De hecho, dicha circunstancia fue tan habitual que tuvo un reflejo en el retrato social expuesto en series de televisión, películas, libros y cómics. Desde algún superhéroe hasta el mafioso Tony Soprano acudían a profesionales de la salud mental, para que les ayudasen a superar sus miedos e inquietudes. Y eso, fíjense, en mundos en los que las muestras de debilidad podían ser motivo de pérdida de autoridad y, consecuentemente, de un aumento de los niveles de peligro ante enfrentamientos con los enemigos.

Echando la vista atrás, podemos comprobar que, hace apenas unos años, la depresión, los cuadros de ansiedad y multitud de afecciones similares únicamente eran tratadas por profesionales formados y experimentados que, primero, escuchaban y, luego, en función de lo oído y de un análisis posterior, confeccionaban y proporcionaban medios y métodos para solventar esos conflictos internos.

Ahora, por lo ajetreado de la vida o precisamente por todo lo contrario, por la desocupación que vacía de ilusiones y esperanzas, hay mucha más gente que padece esas dolencias profundas. Y bastante personas que no acuden a la consulta del especialista, ni optan -en el caso de los creyentes- por buscar un cura asertivo y comprometido, sino que eligen el diván de las redes sociales para, a través de "estados" (frases) o imágenes de cartelitos con un mensaje, expresar lo que sienten o padecen, lo que les preocupa, disgusta o subleva, lo que les agrada, enamora o alegra.

XLA VOZx interna, las confesiones, los desahogos... ahora son públicos. Se comparten en Facebook, en Tuenti, en Twitter, o en todas partes, dependiendo de la edad y las preferencias personales. La gente muestra sus estados de ánimo, expone sus problemas, declara sus ideas e intenciones. Abren, en definitiva, la vitrina de la conciencia y la exponen a la vista de todos esos cuestionables amigos virtuales y de esos pocos que demuestran ser verdaderos amigos reales. El otrora tan demandado secreto profesional de psicólogos y psiquiatras, o, en otro plano, la confidencialidad de lo transmitido a los confesores, parece haber perdido importancia para esa gente que revela sus debilidades y fortalezas en la red.

Habrá a quien le ayude exteriorizar y compartir esas sensaciones y sentimientos, pero el diván virtual que ofrecen las redes sociales es, de momento, poco útil en el plano terapéutico, salvo por los beneficios del acto comunicativo y la posterior conciencia del problema que puede adquirir la gente cercana y querida que sí se desvivirá por ayudar. Lo que está claro es que, a este paso, los curas tendrán que poner el confesionario en Facebook, y los psicólogos y psiquiatras su consulta en Twitter. Según transcurren los acontecimientos, enredarse de este modo no es algo del todo descabellado. La realidad está cambiando, y no habrá más remedio que adaptarse a ella e intentar convertir lo que fue necesidad en virtud y la debilidad en fortaleza.