No me lo esperaba. Es cierto que escribí una carta de motivación muy motivada en aquella habitación berlinesa de la que estaba deseando salir. Me quedó muy épica y me di por satisfecho cuando la mandé, porque había sido en inglés, todo un logro para alguien que las había pasado canutas con esa asignatura en Selectividad.

Para mi sorpresa, la coordinadora del proyecto me contestó un par de semanas después. Había sido preseleccionado por la Univesidad VU de Amsterdam como investigador de campo en un estudio sobre inmigración en la Unión Europea.

Pero aún no estaba dentro de la investigación. Tenía que pasar una entrevista por Skype. A pesar de tener que hablar a una pantalla y de los nervios incontenibles, la entrevista salió bien. Les entendí, me entendieron y me dijeron que se pondrían en contacto conmigo tanto si me seleccionaban definitivamente como si no. En ese momento me pareció todo un detalle; todavía tenía fresca en la memoria la última entrevista de trabajo, en la que debía tomar el silencio como una negativa. Nunca hasta entonces había mirado el teléfono móvil con tanta desesperación. Una lenta agonía que me resistía a apagar.

La coordinadora me escribió. Me dijo que sí, que me habían cogido, que empezaba en un par de meses, que me llevaban a Atenas para que asistiera a un taller de metodología junto con el resto de investigadores: italianos, turcos, holandeses, griegos, ingleses, una española y yo, que soy de Cáceres.

De repente todas las piezas de mi vida comenzaron a encajar: las tardes soporíferas rellenando ejercicios para intentar aprender de una vez inglés; el máster que parecía que se iba a quedar en papel mojado; los meses colaborando con una maravilla de ONG llamada Karibu, el último recurso --y en muchas y tristes ocasiones el único-- de muchos inmigrantes subsaharianos; el casi año que pasé viviendo en el otro lado, en Berlín, como emigrado, sintiéndome fuera de lugar, pensando que nunca alcanzaría un puesto de trabajo a la altura de mi preparación.

Pero sucedió. Empecé a trabajar de verdad. Parecía un imposible viendo el panorama. Y con el trabajo vino la realidad en dosis muy altas y muy poco descafeinadas. Me he pasado los últimos ocho meses de mi vida viajando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, recopilando información sobre inmigrantes que han fallecido intentando entrar en España, la mayoría de las veces a través del mar.

Ocho meses que he sentido como ocho años. He acabado la experiencia con alegría por poder volver a la vida real y con tristeza por no poder hacer un poco más. Con mellas en mi carácter y un punto más de energía para evitar, no sé todavía muy bien cómo, que situaciones como la que se vivió en Cádiz el 25 de octubre de 2003. Aquel día decenas de inmigrantes (al menos 36) fallecieron en un único incidente a pocas millas de tierra, a pesar de que había medios para rescatarlos a tiempo. Los cuerpos sin vida fueron apareciendo a lo largo de la costa gaditana, en el Puerto de Santa María, Rota...

Una de tantas noticias que se leen en la prensa y luego se olvidan. A mí me solía pasar. Ahora, que he convivido con todas esas historias cada día, que he descubierto que muchas de ellas se podrían haber evitado mostrando simplemente un poco más de interés, he dejado de olvidarlas.

En unas semanas me llevaré estos ocho meses de trabajo, todas esas historias y todavía un poco de nerviosismo hasta Amsterdam, donde continuaré, esta vez desde la tranquilidad de la universidad, con la fase final de la investigación. Ojalá este granito de arena sirva para seguir construyendo una solución digna para el drama absurdo y cruel de aquellos que murieron por querer trabajar. Porque hay a quien no le vale con aprender inglés, sino que además tiene que jugarse la vida para conseguirlo.