TStalvo los de diseño y las franquicias sin alma que repiten hasta el infinito el mismo patrón en todas partes, me gustan todos. Tascas de pueblo, donde el dueño conoce a los clientes por su nombre, esquinas de barrio con mesas para jugar a las cartas, cafeterías añejas con cristales de cobre que solo reflejan el paso del tiempo, el pub inglés que se puso de moda, tan oscuro, el taurino, donde nadie supo nunca de toros, el discopub de los veranos adolescentes, en el que siempre había una escalera hacia el cielo, el que nos alimentó durante la carrera a base de patas de calamar y patatas fritas, los que invitan a un café largo con conversación incluida, y por supuesto, las terrazas, reinas de la noche, tanto las que tienen ínfulas de playa urbana como el humilde chiringuito. De ellos me gusta hasta el nombre. El Emigrante, por ejemplo, que dice mucho de un tiempo que no debería volver. El Arlequín, tan moderno entonces y tan trasnochado ahora, el Gran Vía, la Plaza, de obvia redundancia, los que honran al dueño, y se llaman Manolo o Amador, los que tienen aspiraciones extranjeras (cuánto daño ha hecho el genitivo sajón) o los que se disfrazan de rurales en medio de la ruralidad absoluta. Me gustan todos, qué le vamos a hacer.

No se me ocurre un lugar mejor para reunirse cuando el calor da un respiro o empieza a cortar el invierno. A veces el partido de fútbol golpea los tímpanos y es imposible hablar, o se habla a gritos; a veces no ponen pincho o no saben tirar la cerveza, pero nadie es perfecto y hay donde elegir. De corazón ancho, admiten que les seas infiel, siempre que vuelvas. Bares, qué lugares. Menos mal que resistís.