La nieve se está derritiendo. Ya prácticamente no queda nada del temporal que había empezado a bloquear aceras y colapsar carreteras en Bucarest. Mi espíritu inconformista me obliga a echarla un poco de menos, a añorar los mantos de nieve incorrupta, esa que hace 'crac' al ser pisada y que embellece cualquier escena con su uniformidad luminosa.

No obstante, debo admitir que al ver la pista de aterrizaje totalmente cubierta por la nevada, justo cuando estábamos a punto de tomar tierra, lo último que me vino a la cabeza fue su sentido estético. Algo de pánico y de dónde me estoy metiendo, eso es lo único que pude pensar. Por suerte, Bucarest no es Madrid y aquí están habituados a lidiar con verdaderos inviernos. La zona donde debía posarse el avión estaba despejada y aterrizamos sin ningún sobresalto.

Lo bueno de ser un chico de secano es que estos acontecimientos rutinarios, que resultan un estorbo para los acostumbrados, todavía despiertan en mí una fascinación infantil que no me gustaría perder con los años. Aún recuerdo con impresión la primera vez que vi el río Spree de Berlín cubierto por inmensas placas de hielo chocando unas contra otras. O la risa tonta que me produjo descubrir a unos patos caminando como si cualquier cosa por encima de la superficie congelada de los canales de Amsterdam. Aunque supongo que será una tarea complicada esa de seguir encontrándole la gracia a tanto congelamiento.

Elvira Lindo , una escritora y articulista a la que sigo con atención, ha explorado en su último libro esta dicotomía del frío como catalizador o finiquitador de las ilusiones, según te pille la tarde. La obra, que estoy leyendo despacio para que me dure más tiempo, se titula 'Noches sin dormir: último invierno en Nueva York' y en ella Lindo ha querido dejar testimonio de su paso por la ciudad americana tras vivir en ella más una década.

Se trata de una novela en la que las bajas temperaturas aparecen como un personaje secundario bastante relevante, compitiendo en importancia con la propia ciudad de Nueva York, en la que llegarán durante el día de hoy a menos cinco grados bajo cero. Unas condiciones que recuerdan menos a una película de Hollywood y más a una pintura de la Rusia soviética, como la propia articulista recalca en el libro. Las condiciones meteorológicas casi vencen a la autora, que llega a preguntarse en un momento de debilidad qué se le ha perdido a ella en un lugar tan hostil como ese. Por suerte, se quedó el tiempo necesario para ofrecernos esta hermosa y personal obra, repleta de reflexiones con las que la mayoría de los que vivimos fuera podemos sentirnos identificados. Elvira Lindo termina por reconciliarse con la nieve y algunas de las mejores fotografías que acompañan a su texto están dominadas por el invierno en su vertiente más poética.

Llevo un tiempo pensando que la memoria no guarda temperaturas. Todos los años nos seguirá sorprendiendo el calor del verano y seguiremos sin acostumbrarnos a pasar frío en enero. Habrá que luchar, por tanto, por conservar la parte que le encuentra la belleza a todo esto. Esa que los niños llevan tan a flor de piel.