TEtl olor es el primer sentido que desarrollamos y con el reconocemos por primera vez al ser que nos trajo a este mundo. Por el olor el recién nacido se agarra al primer alimento que proviene de la madre, por el olor se tienen los primeros recuerdos de nuestro entorno más cercano, por el olor nos enamoramos y por el olor somos capaces de retrotraernos a las remembranzas más intimas de nuestra vida.

El olor es esencial en la gastronomía, con él se pone en funcionamiento todos el mecanismo fisiológico de la digestión, que comienza con la salivación y con la secreción de los jugos gástricos. El olor nos marca el camino de nuestro gusto y pone en marcha a la imaginación. Tan solo con el olor de un determinado plato, sin necesidad de verlo, nos ponemos en disposición para entrar en el placer que suministra un plato de comida.

XESTOS DIASx pasados he vuelto a los olores de mi infancia y mi juventud, que provenían de un patio cordobés donde aprendí a soñar y saber que los sueños no siempre se cumplen. Ese patio de la casa de mis abuelos se llenaba todas las Semanas Santas a dulcería. Los días previos al Domingo de Ramos, las flores se impregnaban de aromas de roscos, pestiños, torrijas, gachas o cañas repletas de canela. Las hortensias, los geranios o las gitanillas intercambiaban sus esencias con matalahúga, anís, menta, clavo, vainilla e incienso, pues no existía, en aquellos años, casa que no tuviera un pequeño cuenco o bandeja donde se quemaba incienso con lentitud eclesiástica.

El olor a azúcar acanelada y a miel de milflores impregnaba los huesitos de santo o los merengues o las tortas de aceite a las que siempre les robaba la almendra que solían colocarle en su centro, entonces la abuela me miraba con una sonrisa a la vez inquisitiva y consentidora.

Y el silencio, ese silencio aromatizado que a la caída de la tarde se interrumpía con la musicalidad conventual del rezo del rosario de mis abuelos, ambos sentados en el corredor de la casa que daba al patio de vecinos. Los Kyrie Eléison y su machacona respuesta Christe , eléison recorrían el pasillo y quedaban petrificados en la tenue luz del atardecer.

Mientras yo esperaba los tres aldabonazos, 'Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi', con el que anunciaba en fin del rezo y el silencio. Entonces corría para la alacena en busca de algún pestiño o un rosco de vino, que materialmente engullía mientras esperaba la cariñosa reprimenda de mi abuela "no comas los roscos, que todavía no tienes edad. Le he echado mucho vino". A mí me sabían a dulce pecado de infancia.

Aún después de haber pasado tanto tiempo, tengo debajo de mi piel todos y cada uno de los olores de mi historia particular gastronómica.