Hace poco menos de un año y desde esta tribuna tuve la oportunidad de hacer pública una emotiva carta escrita a mi hijo inspirada en el incendio que tuvimos la desgracia de padecer en Las Villuercas. En ella expresaba mi preocupación y mi rabia, sobre todo porque lamentaba el hecho de que determinados lugares arrasados por las llamas no podrían ser vistos por él de la misma forma en la que yo tuve ocasión de hacerlo.

Desgraciadamente la historia se repite, casi un año después, y también en un lugar querido y apreciado por quien, una vez más, tiene la oportunidad de expresarse. Las llamas han estado a punto de arrasar el pequeño convento franciscano de El Palancar, un lugar de encuentro de miles de jóvenes y mayores, de toda la geografía española, que se acercan a este espacio buscando esa paz que no encuentran en otro lugar, y que ilustres personajes ensalzarán de manera especial, tal y como nos describe Hipólito Amez en sus libros sobre la historia de este monumento.

El fuego no entiende de sentimientos, no respeta vivencias, no hace excepciones con la historia, ni siquiera respeta la vida. Esta vez, y a pesar de que no ha respetado al entorno privilegiado que tantas veces sirvió de recogimientos, distensiones y tertulias, sí ha sido bondadoso con el arte, la historia y la cultura, y también con la comunidad que lo habita. Deseo que sea la última vez que este monstruo se cruza en mi camino y se lleva consigo parte de mí.