Dos ciudadanos se han dejado la vida en las fiestas patronales de Ampuero y uno en las de Casas de Millán. ¿Un accidente de tráfico? ¿Una intoxicación masiva? ¿Un incendio? Nada de eso: la muerte y su correspondiente cortejo de ruina llegó disfrazada de diversión, de fiesta. Como cada año, por lo demás, en tantos pueblos españoles entregados al atavismo de los encierros de toros. A los atavismos de ´la tradición´.

En tiempos pasados, pero que muy pasados, los encierros de las fiestas patronales representaban la única ocasión para que los mozos exhibieran su arrojo, su valor, su valía, al tiempo que se aliviaba anualmente la insoportable presión de una vida, rutinaria, esclava y dura. La tradición no era entonces tal tradición, sino válvula de escape para un pueblo al que se negaban otras formas superiores de expresión de su vitalidad reprimida e inmensa. Hoy, sin embargo, no existe aquella presión tan descarnada, ni la esclavitud, existen otras formas de exhibir la hombría e, incluso, la hombría se cifra en hechos distintos al de correr delante de un astado jugándose la vida.

Sin embargo, y en la mayoría de los casos por el pusilánime electoralismo de los regidores, aquellas maneras bárbaras de divertirse, que se correspondían con una necesidad de alivio y un determinado y arcaico sistema social, perviven de manera artificial, bajo el amparo, del tabú más bien, de la tradición.

Diríase, asistiendo a los encierros, que el tiempo no ha pasado por lo pueblos de España, pues las formas de diversión regladas, oficiales, son las mismas que hace cinco siglos. Pero sí ha pasado el tiempo: vamos aprendiendo a respetar la vida de las personas y de los animales, y en consecuencia a no mezclar la alegría con la muerte ni el vino con la sangre.

Urge, pues, prevenir el luto que mata la música y la alegría de la única manera razonable y posible: no provocándolo de esa manera.

*Periodista