Pablo (nombre ficticio) tiene 2 años. Está sentado en una cunita. Lleva su pañal y una bata de hospital. Las paredes tienen dibujos bonitos y en la puerta se lee URPA, Unidad de Recuperación Posanestesia. Pablo tiene cogida una vía. Está rodeado de personal sanitario. Pero su mamá, Renata, está con él, cogiéndole la mano. Pablo empieza a ponerse nervioso y pide agua, pero su mamá le dice con infinito cariño que ahora no puede, que ya beberá después. Pablo está a punto de entrar en uno de los quirófanos del hospital infantil de La Paz (Madrid). Los médicos le van a practicar una circuncisión y una colonoscopia.

Unos enfermeros se llevan al bebé en su cunita con ruedas. Renata no le suelta la mano. Entran en la zona de quirófanos. Renata se ha puesto el uniforme reglamentario, calzas y gorro incluido. La anestesista empieza a hacer su trabajo. Pablo llora, mueve las piernas y los brazos. Se resiste, lógicamente, a que la médica le ponga la mascarilla. Renata se acerca más, le besa, le acaricia la tripita, le dice que los aparatos médicos son globos con pegatinas, esas con las que tanto le gusta jugar. Le susurra cosas bonitas al oído. Y Pablo se calma. Y se duerme. La anestesia ha hecho efecto. Renata se va. Ahora su bebé ya no la necesita. Solo necesita a los médicos.

La sonrisa y los ojos

La sonrisa y los ojos Algo más de una hora después, a Renata la avisan y una médica le sonríe y le dice esa frase mágica y maravillosa que todo padre quiere oír: «Ya está. Todo ha ido bien». Entusiasmada y también nerviosa, regresa a la sala URPA, donde en breve llevarán a su bebé y donde comenzará a despertarse. Lo último que vio el crío antes de la operación fue la sonrisa y los ojos de su madre. Lo primero que verá cuando se despierte será eso mismo. Mamá.

Si Pablo hubiera sido intervenido hace un año, lo más probable es que Renata no hubiera podido haber estado con él en quirófano. El acompañamiento materno o paterno previo a una operación quirúrgica infantil se está implementando poco a poco en muchos hospitales españoles. En La Paz está en completo funcionamiento desde hace ocho meses, después de que el doctor Pascual Sanabria, jefe de sección de Anestesiología y Reanimación Pediátrica, comprobara sus efectos beneficiosos y luchara hasta la saciedad por su aprobación.

Renata, que vive en Extremadura y se ha desplazado a Madrid para la intervención quirúrgica de su crío, solo tiene palabras de agradecimiento. «Cuando ingresamos nos explicaron que existía esa posibilidad y por supuesto que dije que sí, que estaría con mi hijo hasta que estuviera anestesiado. En un hospital, las mamás nos sentimos un poco inútiles porque no podemos hacer nada. Pero lo que sí podemos hacer es acompañar a nuestros hijos, siempre y cuando no molestemos a los médicos. Aunque sea cinco minutos creo que es algo muy importante. Abrazarles, acariciarles y tranquilizarles hace que entrar en un quirófano sea menos traumático para ellos. Todo se hace más humano. Y los padres creo que también nos quedamos más tranquilos», explica a EL PERIÓDICO.

Cuando Renata regresa a la URPA -nombre que se le quedará grabado a fuego en la memoria- acompaña a su hijo en el despertar de la anestesia. El peque abre los ojos y ve a su mami, que le susurra, acaricia y sonríe. Le dice que los médicos curan a la gente y que pronto se sentirá bien. Pablo debe pensar que si mamá está con él, nada malo puede pasar. Aunque esté en una camilla, con más de un cable rodeándole el cuerpo y con desconocidos que le tocan por todas partes. Mamá está con él.

Mientras se cambiaba de ropa en un cuarto específico para ello (el doctor Sanabria recuerda el inmenso esfuerzo que costó habilitar esa minihabitación dado el poco espacio que va quedando en La Paz), Renata se encuentra con una encuesta de satisfacción, cuya participación es voluntaria. No hace falta más que mirar su cara para saber qué calificación (de uno a cinco) va a poner en las diez preguntas.