TSti escudriño en mi memoria gastronómica encuentro a un joven sentado en una pequeña mecedora de asiento de anea observando a las mujeres de mi familia elaborar unas deliciosas torrijas y el anuncio del comienzo de la Cuaresma. Este recuerdo se ha repetido año tras año hasta que el uso de razón se hizo tan viejo que no recuerda cuando fue la primera vez que la razón le vino.

Las torrijas han sido un manjar que me ha acompañado a lo largo de la vida, al principio con mi abuela y después con la madre de mis hijos. La nueva remembranza tan solo suplanta a una costumbre tan añorada como la primera.

Las torrijas han estado presentes en la gastronomía tradicional prácticamente desde el siglo XV como nos lo recuerda Juan del Encina en su Cancionero: "...miel y muchos huevos / para hazer torrejas,...". Si hoy día son propias del tiempo de Cuaresma, desde el medievo hasta prácticamente el siglo XIX han sido un dulce o "fruta de sartén" que se les hacía a las mujeres que acababan de dar a luz, para aumentar su "amamantamiento", así se expresa en unas rimas Lope de Vega : "...Y yo, porque es justo hacer/ torrijas a la parida, / miel de romero escogida, / con una cesta de huevos...". Y esta delicia no se puede separar de la tradición conventual, la cual se solía hacer para aprovechar el pan "tierno de ayer" como se sentenciaba cuando nos quejábamos del pan duro. En la actualidad suele ser un dulce de Cuaresma y de Semana Santa, y en algunos lugares también de Navidad.

XLAS TORRIJAS,x como los buenos inventos culinarios, tienen su diversidad, pues las manos sabias las elaboran con vino o leche o las emborrizan con azúcar o canela o la fabrican meladas. Simplemente al sentarme ante el ordenador y rememorar viejos tiempo entre torrijas, me hace adentrarme en ese patio cordobés de casa de vecinos donde pasé mi infancia y juventud. Por los balcones que daban al patio interior entre las gitanillas y los geranios se internaba el aroma a canela y a pan frito de las torrijas. Las vecinas de abuela se pasaban unos platitos con unas cuantas torrijas para que dieran el visto bueno recíproco, que siempre era de alabanzas, a la vez que mi abuela o mi madre pretendían que me atiborrase de torrijas como si me fuesen a cebar.

Con los tiempos que corren se va perdiendo la elaboración parsimoniosa de las torrijas y ya es más fácil acercarse a la pastelería próxima y comprar unas cuantas para no perder la costumbre familiar, cuando se está perdiendo la belleza culinaria de empapar unas cuantas rebanadas de pan en leche para después remojar en huevo batido antes de llevarlas a la sartén. "Espera que se enfríen un poco antes de emborrizarlas en azúcar y canela", me solía decir mi abuela ante mi impaciencia por verlas ya en el plato y comer la primera que salía de sus manos. Si tuviera que pintar unas torrijas, a semejanza de Luís Meléndez , lo haría ante un paisaje de una tarde invernal con un cielo grisáceo.

Las torrijas han quedado en la memoria como la materialización del recuerdo de infancia y del comienzo de la Cuaresma de aquella España en blanco y negro.