"Me llamo Lala Omar y nací en el desierto, en medio de la nada. Vivo en Smara, uno de los campamentos de refugiados en los que habita el pueblo saharaui en el exilio. Este es uno de los lugares más áridos e inhóspitos del desierto, pero es el único lugar que tenemos para vivir desde que el Gobierno de España dejó nuestro país en manos de Marruecos y Mauritania".

En Argelia, a miles de kilómetros, Lala no hay un solo día que no se acuerde de sus veranos en España, de su otra familia, de sus amigas, del sonido del agua... Ella ha sido uno de los muchos niños saharauis que cada año disfrutan del programa Vacaciones en paz. Jóvenes como los casi 400 acogidos por familias extremeñas durante estos meses en los que la vida en el desierto se hace imposible.

Mientras dibuja su nombre en la arena, esta joven de apenas 16 años confía en una pronta solución al conflicto que afecta a su pueblo. Un debate, el de la independencia del Estado saharaui, que ahora se ha vuelto a reabrir en el seno de Naciones Unidas después de que el 14 de noviembre de 1975 se firmara el Acuerdo de Madrid. Un pacto entre España, Marruecos y Mauritania, que suponía la desocupación del Sahara Occidental, hasta entonces provincia española. El Gobierno español ponía así término a las responsabilidades y poderes que había tenido sobre ese territorio como potencia administradora. La posterior invasión marroquí, conocida como la Marcha verde, provocó una guerra de tres años y el exilio saharaui a la hamada argelina de Tinduf. Comenzaba así la lucha de un pueblo por el derecho a vivir libres en su país.

Como consecuencia de esta situación, casi 200.000 saharauis viven exiliados en el desierto. Más de 30 años condenados a un destierro que parece eterno. Allí, al pie de la frontera con Mauritania, viven miles de familias instaladas en la precariedad, en mitad de un árido pedregal en el que sobreviven gracias a la ayuda humanitaria, como la que cada año llega desde Extremadura. Así nacieron los campamentos de refugiados. Enormes ciudades de lona y arena, pobladas fundamentalmente de niños y de mujeres, donde es difícil encontrar las condiciones básicas para poder vivir.

Allí, en el suelo prestado por el Gobierno argelino, el pueblo saharaui ha aprendido a vivir. Lejos de su país, de sus familias, de sus casas, de sus recuerdos, lejos de todo. Allí, sus municipios están levantados en medio de la nada, como si del desierto nacieran poblaciones fantasma. Un rincón difícil de encontrar en los mapas, un lugar donde los ancianos sobreviven en medio del olvido y donde hay niños por todas partes. Niños que han aprendido a jugar con lo inservible, con kilos de chatarra, con neumáticos desechados con los que simulan ser Fernando Alonso. Niños felices y que te siguen a todas partes, dispuestos a canjear un caramelo por la mejor de sus sonrisas.

En esta parte del mundo, sus gentes permanecen ajenas a casi todo. Aquí la mujer juega un papel determinante. La vida gira en torno a ellas. Tras la ocupación del Sahara Occidental, los hombres marcharon a la guerra y la mujer saharaui fue quien asumió la dirección del día a día en los campamentos y en la familia. Organizaron la actividad en las dairas (municipios) y con herramientas como la educación, la cultura y la sanidad, consiguieron que la vida en las duras condiciones del desierto sean más dignas.

Mujeres, musulmanas y refugiadas. Tres elementos determinantes que no han supuesto un lastre en la lucha que llevan protagonizando durante las tres últimas décadas. Una batalla en medio de un mar de dunas y arena donde la jaima no solo es la vivienda tradicional. Es también el permanente recuerdo de la provisionalidad en que se encuentra este pueblo hasta su regreso a los territorios ocupados. Algo que está muy presente en la educación que reciben los jóvenes como Lala Omar, quien sueña con seguir estudiando para poder ayudar a su pueblo a salir de la situación en la que viven, pendientes de una ayuda humanitaria

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