Diva se nace. Si pudieran hacerse ya se habrían hecho pero no se pueden crear. Una diva tiene que ser auténtica. Y la autenticidad no se fabrica. Es única, como un eclipse. De repente y sin saber bien la razón, se alinean los astros y nace una. Cada generación tiene la suya, algunas con más suerte pueden presumir de haber avistado más, pero como sucede con los eclipses, se pueden contar con una mano las que pueden alardear de haber presenciado más de uno. Todas acaban siendo estrellas porque salen de ellas. Y a ellas les deben el talento y ese temple que escapa a lo común. A la memoria vienen fáciles nombres propios. María Callas, Whitney Houston, Diana Ross o la mismísima Madonna. Salve Madonna. Lo bueno de las estrellas es que se pueden ver desde cualquier sitio así que Extremadura también tiene las suyas.

Olana Liss es una de ellas. Es el alter ego de Miriam Solís (Cáceres, 1987). Olana no es ni una cosa ni la otra, es afromeña. Africana y extremeña. Para qué ser una sola cosa cuando se pueden ser todas. Es la viva representación de la fusión, de la mezcla. Igual se arranca por una de Ella Fitzgerald que pone coros al flamenco en euskera. Canta lo que le echen y si no se sirve ella misma. Un segundo basta para saber que nació para subirse a un escenario. Y lo confirma cuando lo hace. De Aretha Franklin heredó el soul y de Concha Piquer la gracia porque en su casa siempre se escuchó de todo. «Empecé a cantar copla antes que blues». Como suele ocurrir, creció con la banda sonora de su madre,

Luz Casal, Marvin Gaye y B.B. King en bucle. Más tarde se acercó al hip hop de sus hermanos y como una cosa lleva a la otra acabó en el r&b de Lauryn Hill y sus Fugees. Su voz se cultivó en el barrio, en el del Espiritu Santo, entre las huertas, los videoclubs y los descampados. Entonces era la hermana del niño que jugaba al fútbol. Ahora tiene nombre. Uno propio. Aunque tuvo que poner empeño porque «para que a una mujer se la vea tiene que hacerlo tres veces». Fue a los 17 cuando se lo tomó en serio y decidió entrar en el conservatorio. No le convenció aquello, demasiado académico. «La música debe fluir, hay que sentir primero». Allí aprendió las bases y se plantó en los escenarios de la escena local. Arrancó en una orquesta, recibió la llamada de Gecko Turner y de Jeanette y giró con Freedonia, exponentes del soul más bailable. Cantó durante años para otros y ahora canta para ella. «Es un sueñecito hecho realidad».

Acaba de sacar un disco con sus temas propios, uno que dedica a las mujeres de su vida. A las que admira. A sus divas. Que también las tiene. Les da voz para que no se olviden y para demostrar que están ahí, las saca a la luz. Canta al feminismo, al amor, a la tristeza y al dolor. La inspiración le llega en lo cercano, en «el día a día». «Compongo sobre lo que veo, lo que vivo, lo que leo y sobre la gente inspiradora de la que me rodeo». Confiesa que se emociona cuando comparte sus letras con los demás. «Me gusta mirar a los ojos y ver la sensación que crean mis canciones».

Y como no se cansa de los escenarios, cuando no se acompaña de su guitarra pone voz a Sonakay, una banda que hace flamenco en euskera. Flamenco en euskera. Pura fusión. Otros días convierte su casa en una jam session hasta la madrugada. «Soy buena anfitriona». Ahora su hogar desde hace unos años está en Donosti, pero regresa a su barrio, a su Espíritu Santo, en cuanto puede. Lo echa de menos, igual que Cáceres a ella. Está claro que huella dejó antes de irse porque no camina dos pasos sin saludar a alguien que la conoce o ha cantado con ella. Interrumpe la charla para abrazar a gente y vuelve a sentarse.

«Me siento querida». No es raro dejar huella cuando se canta y se vive con el alma. Porque soul significa eso, alma.