Fue el concepto económico de moda en los últimos ochenta. Como ahora lo es la globalización o la enfermiza preocupación por la competitividad. Y, sin duda, el just in time (justo a tiempo) enraizó no solo como un argumento teórico, sino que se ha convertido en una especie de guía espiritual de las sociedades modernas.

El paro de los transportistas ha evidenciado que vivimos just in time .

Con independencia de que ese sea el sistema habitual de producción en la industria --la fábrica que ensambla coches recibe los asientos, el volante o la caja de cambios de su proveedor en la misma cadena de montaje--, el resto de sectores económicos también han adoptado esa fórmula logística como doctrina.

A poco que se rompa la cadena, el caos es mayúsculo. El ejemplo: el embrollo de los camioneros. Falló el comercio, el suministro de carburante, la agricultura y la ganadería (antaño tan suficientes) y, por agotarse, se acababa hasta el papel higiénico... La cadena de producción general se había interrumpido por un tornillo atascado en los engranajes.

Vivimos just in time hasta para ser solidarios, equitativos y pagar los impuestos. Más que un sistema de producción, ese concepto tan japonés es una nueva sociología europea que haría las delicias de Aldous Huxley, Julio Verne o de Isaac Asimov.

Los camioneros han estado a punto de dejarnos sin provisiones además de clavarle una puntilla a una economía que tiene dificultades de respiración en estos momentos.

Ellos no tienen la culpa del encarecimiento del carburante, pero tampoco las viudas, los pensionistas, los maestros, los guardas jurados o los bomberos.

Nos han causado una enorme inquietud con su razonable protesta, nos han demostrado cuán frágiles somos como organización social y económica, pero sobre todo nos han puesto colectivamente contra el espejo. Y admitir que vivimos just in time es todavía peor que trabajar así.