Karlos Arguiñano bajó ayer las escaleras del palacio Kursaal donostiarra calmo y midiendo los pasos como el pistolero ante el desafío: era su momento, y había que paladearlo entre salvas de aplausos y algunas flores de pólvora. Recibía el homenaje de los cocineros y ponentes del congreso San Sebastián Gastronomika, un agradecimiento por llevar la profesión hasta los sofás de los ciudadanos. Si la población se había aficionado a la cocina era, en parte, gracias a este hombre de barba picajosa y chistes desteñidos. Un chef de mesa camilla, un nómada televisivo.

Señalado por un foco descendió de las alturas, saltó al escenario, donde tuvo que hacer un esfuerzo más y subir a una mesa de ocho metros de largo, representación de todas las mesas. Sobre aquel altar pagano bailoteó Arguiñano mientras Ramon Roteta, chef reconvertido en escultor, recitaba unos versos escritos con tinta de calamar. Después, el mismo Roteta le entregó una escultura de hierro, que no podrá colocar en la mesilla de noche a menos que quiera astillarla. Arguiñano dijo, que de mayor, si la espalda aguanta, querría seguir los pasos herrados de Roteta.

De inmediato lo arropó el comite técnico del certamen, Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Martín Berasategui, Andoni Luis Aduriz y Roser Torras (faltaba Hilario Arbelaitz, ocupado en agasajar a los chefs norteamericanos que hoy serán protagonistas). La mesa de hechuras medievales se tambaleaba bajo el peso de la cocina donostiarra y pudo hundirse cuando Arguiñano le tarareó a Arzak como ennoviados: "Somos los que comeeemos... ¿Quieres cantar conmigo?". Alguna voz grave tendría que haber dicho: "Cocineros, bajen de la mesa".