Si no hubiera sido por los nazis, el pequeño Marek, un polaco de 9 años hijo de familia con posibles, habría visitado Venecia con su aristocrática mamá. Pero llega la segunda guerra mundial y los planes se tuercen. Marek se ve obligado a pasar el verano en P., un pueblecito alejado de Varsovia, donde vive su tía Weronika en una villa modernista. Allí, en los sótanos de la mansión, un día descubre una laguna. El agua, en su imaginación, incluso parece que tiene un origen termal, con lo que empieza a pensar en convertir la casa de tía Weronika en un balneario. En realidad se trata de una fuga que ha inundado toda la estancia. El agua invade habitaciones y trasteros, y convierte los muebles en islas y, las tinas, en góndolas en las que los huéspedes viajan a través de esa Venecia irreal y, sin embargo, tan evocadora, casi palpable.

¿Quién no ha estado en Venecia aun sin haber pisado sus plazas, sin haber paseado por un campo o una fundamenta ? Marek, como todos nosotros, tenía en su interior una imagen en la que "había numerosos canales por los que surcaban góndolas y sobre los que se elevaban al cielo los arcos de los puentes". Una imagen de "enormes caballos de bronce". Esa Venecia que "flotaba contra el agua".

DE LO SOÑADO A LO REAL Marek sabía de Venecia por lo que le contaba su niñera y por lo que había leído en los libros de su tía Bárbara. Una vez terminada la guerra, el joven Marek, el Marek adulto, renunció a visitarla de veras, porque de alguna manera ya había estado viviendo en ella, en los sótanos inundados que reproducían la plaza de San Marco y el palacio Ducal y "las cúpulas de los palacios".

Esa es la historia sencilla y emotiva de Una temporada en Venecia , un relato estremecedor y tierno de Wlodimierz Odojewski. Una metáfora de lo que Venecia significa. Hemos estado en ella incluso sin haber estado, porque Venecia forma parte de nuestro imaginario.

EL CANAL DE LAS TRES ESES La primera vez que estuve, el profesor Modest Prats, que ejercía de guía documentado, me hizo subir en el vaporetto de la línea 1, el que va de Piazzale Roma hasta el Lido, para atravesar, primero, el canal de las tres eses: serpenteante, sinuoso y subyugante, sin ver y sin saber aún su nombre, el palacio Grassi, Ca´Pesaro, Ca´Rezzonico y Ca´d´Oro. Nos bajamos cerca de San Marco y, entonces, antes de entrar en la plaza, Prats hizo que me tapara los ojos para, ya en su interior, admirar de golpe y sin posibilidad de respiración asistida la magnificencia controlada del rectángulo y la serena imposición de la basílica. Nunca olvidaré ese despertar a la Venecia de veras, más allá de las venecias que conocía.

Venecias que son múltiples en una Venecia singular, mucho más allá del tópico y de las melodías azucaradas del Florian o de los cócteles del Harry´s Bar.

EXPLOSION DE ARTE Mi Venecia particular pasa inevitablemente por una visita a la Scuola Grande di San Rocco, un antiguo hospital de beneficencia en el sestiero de San Polo y Santa Croce, vecino de una de las iglesias más bellas de la ciudad, Santa Maria Gloriosa dei Frari. Allí, en el segundo piso, al fondo a la izquierda, la Crucifixión de Tintoretto. Antes de llegar a ella, los frescos del techo, que han de mirarse con un juego de espejos que te acercan el detalle y con los que hay que evitar el mareo. En la sala de exposición, puede uno sentarse en una de esas sillas de director de cine --no demasiado cómodas-- y percibir el momento de lo sublime, la ambición suprema del artista.

Salir de San Rocco como si nada hubiera sucedido es impensable. Yo creo que la única alternativa para no caer en el colapso es saborear un helado de fior di latte y tomar un poco el aire antes de entrar en la Accademia. No se trata de amedrentar a nadie. Sáltense los más variados ejemplos de la escuela veneciana y diríjanse a uno de los primeros cuadros del museo. En la sala 5, La tempestad de Giorgione, con esa mujer dando el pecho en el prado mientras, al fondo, un relámpago irrumpe en el cielo encapotado con una hendidura de claridad que electrifica.

Otro descanso. Aún nos queda, más lejos, atravesando el puente de la Accademia, en la escondida San Zanípolo, el juego de profundidades que anida en la nitidez de la Sacra Conversación de Giambellino.

Para acceder a estos hitos venecianos tendrán que recorrer la ciudad entera. Hay que perderse por callejuelas oscuras, descubrir espacios luminosos, entrar en alguno de los palacios, y detenerse en una de las tabernas donde tomar unas tapas como las sardinas in saor (en escabeche). Luego ya estarán preparados para la traca final: ir a la Giudecca, el barrio que da nombre al canal donde atracan los transatlánticos, y contemplar Il Redentore, una de las dos iglesias de Palladio. Desde allí se ve el Campanile y la ensenada de San Marco.

Una vez en la basílica, y para evitar las largas colas, entren por la puerta lateral y digan que van a rezar. Sean o no creyentes, es difícil no dar gracias a Dios por la oscuridad de San Marco, que atrae y seduce en contraste con la luminosidad del mosaico bizantino. Suban a lo alto, cerca de los cuatro caballos orientales, y toquen las teselas. Esa Venecia que siempre imaginaron está en sus manos.