En 1989 Europa y el mundo dieron un viraje decisivo. Fue un momento en el que la historia cambió a una marcha superior. Una aceleración que quedó simbolizada en la caída del muro de Berlín y las revoluciones de terciopelo en la Europa central y del este. Los regímenes totalitarios y autoritarios fueron abandonando el escenario de la historia.

Aquellos acontecimientos, y su evolución pacífica, fueron posibles gracias a los cambios que se iniciaron en la Unión Soviética a mitad de la década de los 80. Los iniciamos porque hacía tiempo que eran necesarios. Dábamos respuesta a las exigencias de la gente, que se resentía de su vida sin libertad, aislada del resto del mundo.

En cuestión de pocos años --un tiempo muy corto, considerado el alcance de la historia-- se desmantelaron los grandes pilares del sistema totalitario en la Unión Soviética y se abonó el terreno para una transición democrática y unas reformas económicas. Si esto se hizo en nuestro país, no podíamos negar lo mismo a los demás países.

No les forzamos a hacer los cambios. Desde los inicios de la perestroika, yo les decía a los líderes de los países del Pacto de Varsovia que la Unión Soviética se lanzaba a reformas importantes, pero que ellos debían decidir qué querían hacer. "Ustedes son responsables ante sus gentes", les acostumbraba a decir. "Nosotros no interferiremos". Era un repudio de la llamada doctrina Brezhnev, basada en el concepto de soberanía limitada. Al principio, mis palabras eran recibidas con escepticismo, eran consideradas una declaración más, puramente formal, dictada por un nuevo secretario general del Partido Comunista.

Pero no cedimos, y por este motivo los acontecimientos que ocurrieron en Europa en 1989-1990 fueron pacíficos, sin derramamiento de sangre. El reto más grande fue la unificación de Alemania.

Muy tarde, hacia el verano de 1989, en el transcurso de mi visita a la República Federal de Alemania, los periodistas nos preguntaron, al canciller Helmut Kohl y a mí, si habíamos debatido la posibilidad de la unificación alemana. Contesté que habíamos heredado este problema de la historia y que se abordaría a medida que la historia fuese evolucionando. "Pero ¿cuándo?", preguntaban los periodistas. El canciller y yo apuntamos que en el siglo XXI.

Algunos dirán que fuimos muy malos profetas. De acuerdo: la unificación alemana ocurrió mucho antes, y por la voluntad del pueblo alemán, y no porque Gorbachov o Kohl lo decidieran. Los norteamericanos suelen recordar el ruego del presidente Ronald Reagan: "Señor Gorbachov, ¡derribe usted ese Muro!" Pero ¿estaba esto al alcance de un solo hombre? Era mucho más complicado, porque los demás decían, en cierta manera: "Aguante usted ese muro".

Ante los millones de personas en Alemania del Este y del Oeste que pedían la unificación, teníamos que actuar responsablemente. Los líderes de Europa y EEUU estuvieron a la altura del reto, superando dudas y temores que era natural que existieran. Trabajando juntos, fuimos capaces de evitar volver a trazar fronteras y supimos mantener una confianza mutua. La guerra fría por fin pasó a la historia.

Los acontecimientos después de la unificación alemana y el final de la guerra fría no fueron todos en la dirección que habíamos deseado. En la misma Alemania, 40 años de división dejaron un legado de lazos culturales y sociales rotos que son incluso más difíciles de reparar que la división económica. Los antiguos alemanes del Este comprendieron que no todo era perfecto en Occidente, particularmente en su sistema de bienestar social. Aun así, y a pesar de los problemas planteados por la integración, los alemanes han convertido la Alemania unida en un miembro de la comunidad de naciones muy respetado, fuerte y pacífico.

Los líderes que moldean las relaciones globales, y particularmente las europeas, no tuvieron tanto acierto a la hora de aprovechar las oportunidades que les fueron brindadas hace 20 años. Y el resultado es que Europa no ha solucionado su problema fundamental: crear una estructura de seguridad sólida.

Inmediatamente tras el final de la guerra fría, empezamos a debatir nuevos mecanismos de seguridad para nuestro continente. Entre las ideas, estaba la de crear un consejo de seguridad para Europa. Se proyectaba como una dirección de seguridad con poderes reales y de amplio alcance. Políticos de la Unión Soviética, Alemania y Estados Unidos lo apoyaron.

Para mi desilusión, los acontecimientos tomaron un curso distinto. Algo que ha frenado la emergencia de una nueva Europa. En vez de las antiguas líneas divisorias, han aparecido otras nuevas. Europa ha presenciado guerras y ha visto la sangre derramarse. Perviven la desconfianza y los estereotipos caducos: se sospecha que Rusia maneja intenciones malévolas y planes agresivos e imperialistas. Me dejó muy conmocionado una carta que los políticos de la Europa central y del este enviaron al presidente Barack Obama este mes de junio. Era de hecho una llamada a que abandonase su política de acercamiento a Rusia. ¿Acaso no es vergonzoso que unos políticos europeos no se paren a pensar ni un momento en las consecuencias desastrosas que una nueva confrontación pudiera provocar?

Al mismo tiempo, en Europa se está instalando un debate sobre quién tuvo la responsabilidad de desencadenar la segunda guerra mundial. Se están produciendo intentos para equiparar a la Alemania nazi con la Unión Soviética. Unos intentos equivocados, históricamente erróneos y moralmente inaceptables.

Los que confían en levantar un nuevo muro de sospechas y animosidades mutuas en Europa prestan un flaco favor a sus propios países y a Europa como conjunto. Europa solo será un actor global fuerte si verdaderamente se convierte en la casa común de los europeos, del Este así como del Oeste. Europa debe respirar con dos pulmones, como apuntó una vez el papa Juan Pablo II.

¿Cómo hacer para dirigirnos hacia ese objetivo?

A principios de los años 90, la Unión Europea decidió acelerar su ampliación. Se ha conseguido mucho; los logros son reales. Pero las implicaciones de este proceso no fueron calibradas con cuidado. La idea de que todos los problemas europeos quedarían resueltos con la construcción de Europa "desde el Oeste" se convirtió en algo poco menos que irreal y probablemente irrealizable.

Un ritmo de ampliación más medido hubiera dado más tiempo a la Unión Europea para desarrollar un nuevo modelo de relaciones con Rusia y otros países que no tienen visos de poder acceder a la UE en un futuro próximo.

El modelo actual de relaciones de la UE con otros países europeos se basa en absorber el mayor número de ellos posible lo más rápido posible, y dejar las relaciones con Rusia como tema pendiente. Esto sencillamente no es sostenible. Algunos en Europa se sienten reticentes a aceptarlo. ¿Será esta reticencia una señal de desgana a la hora de aceptar el resurgir de Rusia y tomar parte en él? ¿Qué clase de Rusia quieren ver? ¿Una nación fuerte, segura por derecho propio, o simplemente una proveedora de recursos naturales que sabe cuál es su lugar?

Hay demasiados políticos europeos que no quieren un terreno de juego plano con Rusia. Quieren que un lado sea el maestro y el fiscal, y el otro, o sea Rusia, sea alumno o acusado. Rusia no aceptará este modelo. Rusia quiere que se la entienda. Dicho llanamente, quiere ser tratada como un socio de igual a igual.

Estar a la altura de los retos históricos de seguridad, recuperación económica, medio ambiente y migración exige rediseñar las relaciones globales y, lo que es más importante, las relaciones políticas y económicas europeas. Animo a los europeos a tomar en consideración constructiva y sin sesgo la propuesta del presidente ruso Dmitri Medvédev sobre un nuevo tratado de seguridad europeo. Cuando se resuelva ese tema central, Europa podrá hablar en voz alta.

Distribuido por The New York Times Syndicate.

Traducción, Toni Tobella.