Jamás imaginé que mis vacaciones en México se acabarían convirtiendo en un máster sobre ciclones. Ahora sé que existen aviones militares cazahuracanes que localizan el ojo de un ciclón, y he aprendido que son caprichosos --como buen producto de la naturaleza-- y que se mueven, crecen y desvanecen a su antojo, poniendo en vilo a poblaciones enteras muy acostumbradas, visto lo visto, a los vientos huracanados.

Dean , nuestro ciclón, pasó por encima de nuestras cabezas la pasada madrugada. Y en honor a la verdad, debo confesar que aquí llegó acobardado, y que casi ni nos enteramos. Vaya, que algunos, como Iñaki, mi hermano, durmieron plácidamente a pesar de los silbidos intensos del viento.

A nosotros nadie nos ofreció abandonar México, y la verdad es que en los primeros momentos, cuando Dean amenazaba con irrumpir con su máxima potencia, habríamos vuelto a casa. No por miedo, sino para evitar la angustia de nuestras familias.

La dirección de nuestro hotel, el Gran Palladium Riviera, a pocos kilómetros de Playa del Carmen, tapió las ventanas de las habitaciones con cinta aislante americana. Nos entregaron un set de supervivencia, que incluía una linterna, y reubicaron a los escasos 600 huéspedes que aún quedaban en las estancias más apartadas del mar. Como la mía, que compartí bajo el Dean con otras parejas.

Y en esas estábamos, preparados para vivir una intensa noche azotados por el huracán. Gloria, mi mujer, sin separarse de su cámara de fotos; yo, con el vídeo: Dean sobrevoló nuestra zona casi sin despeinarnos.

Generoso en esta ocasión, el huracán ni cerró el aeropuerto de Cancún y esta misma noche vuelo a Barcelona. Encantados con México y felices, aunque eso sí, no perdonaré a Dean haberme perdido un baño con tiburones y la visita a Chichén Itzá.