Hay que remontarse mucho tiempo atrás para encontrar una campaña a la presidencia de Estados Unidos tan volátil, polarizada y potencialmente explosiva. Una campaña que acaba de entrar en su recta final tras la celebración de las convenciones demócrata y republicana, que cierran formalmente la fase de primarias en ambos partidos. Los próximos dos meses decidirán al ganador de las elecciones de noviembre, pero todo hace indicar que esta no será una campaña al uso. El país no solo afronta la peor crisis sanitaria del último siglo; también está inmerso en una recesión económica sin precedentes desde los años 30 y un clima de convulsión racial como no se veía desde el asesinato de Martin Luther King en 1968. Un polvorín que el presidente está avivando como estrategia para obtener la reelección.

Las legítimas diferencias entre el republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden se han trasladado a las calles, con demostraciones de fuerza y enfrentamientos entre los partidarios del presidente y los manifestantes antirracistas que exigen reformas para acabar con la brutalidad policial. Se vio el sábado en Portland (Oregon), cuando cientos de camionetas con banderas de la campaña de Trump entraron en el centro de la ciudad. Hubo refriegas a puñetazos, lanzamiento de objetos y balas de pintura. Un seguidor del republicano, miembro de la organización de extrema derecha Patriot Prayer, murió de un balazo durante los enfrentamientos, lo que llevó a Trump a responsabilizar a los líderes demócratas de la ciudad y del estado de lo ocurrido.

No debería ser así, pero los anarquistas y los agitadores están envalentonados. Ya no escuchan e incluso han forzado al lento Joe a salir de su sótano, tuiteó el lunes tras insultar al alcalde de Oregón durante el fin de semana y describir las protestas raciales como una suerte de golpe de Estado encubierto para hundir su presidencia. Trump está desbocado. No deja de inflamar las tensiones con una estrategia de ley y orden que ha movilizado a las milicias y los vigilantes de la derecha radical, como el pistolero de 17 años que mató la semana pasada a dos manifestantes en Kenosha (Wisconsin), donde días antes un policía disparó siete veces por la espalda al afroamericano Jacob Blake, el incidente que reactivo las protestas en todo el país. Precisamente a esta ciudad tiene previsto viajar Trump este martes, pero líderes demócratas de la población ya le han dicho que no es bienvenido.

RECORTANDO LA VENTAJA

Pero esa estrategia parece estar funcionando. La cómoda ventaja de Biden en las encuestas se está reduciendo a marchas forzadas y, entre tanto, se deja de hablar de los estragos de la crisis económica y la pandemia, que se ha cobrado la vida de más de 180.000 estadounidenses. La clásica maniobra de distracción de Trump, amplificada por el universo mediático conservador, que ha reducido los legítimos agravios expresados pacíficamente durante meses por millones de estadounidenses a nada más que el pandemonio provocado puntualmente por los saqueadores y grupos antisistema de la izquierda radical.

Biden volvió el lunes a condenar la violencia de ambos bandos en su primera comparecencia con público en mucho tiempo. El candidato demócrata viajó hasta Pittsburgh, una de las cunas industriales de Pensilvania. "Este presidente hace tiempo que renunció al liderazgo moral de este país. No puede frenar la violencia porque lleva años fomentándola", se disponía a decir durante el mitin, según las declaraciones adelantadas por su campaña. Puede que piense que transmite dureza al invocar la ley y el orden, pero su fracaso a la hora pedir a sus seguidores que dejen de actuar como una milicia armada demuestra lo débil que es.

Cuanto más igualada esté la contienda, más presión tendrá Biden y su partido para exponerse al virus y hacer algo parecido a una campaña normal. Los demócratas apenas han hecho puerta a puerta desde marzo, todo lo contrario que sus rivales, que están actuando como si el covid-19 no existiera.