Varias veces al día, los soldados del primer batallón del Real Regimiento Canadiense recorren a pie el kilómetro que separa las bases de Ballpeen y Patricia, a ambos extremos de la población de Nakhonay. Y pese a que, a estas alturas, muchos podrían hacer la ruta con los ojos cerrados, en cuanto salen del cuartel deben cumplir un farragoso ritual, consistente en enfundarse un chaleco antibalas, poner al frente de la comitiva a un perro rastreador y, sobre todo, cubrir con un hombre armado cada callejón, cada sendero desde el que pudiera surgir un rebelde. Esto es el valle de Panjwaj, lugar que vio nacer a los talibanes en 1994, plataforma desde la que conquistaron luego el país y escenario, ahora, de la más relevante batalla entre las tropas de la ISAF, la fuerza internacional, y la insurgencia tras el inicio de la guerra.

"Hoy no quiero que haya jodidos burros"

El sargento John Carr lleva siempre en la cartera una foto de su esposa, que muestra con orgullo a todo aquel que tenga un par de minutos de asueto. Se trata de una mujer rubia y rompedora, de pelo largo y rizado, que le espera de regreso en Canadá, país donde, a diferencia del árido sur afgano en el que se encuentra ahora, en muchos lugares el mercurio del termómetro ni siquiera supera los cero grados.

Carr está de vuelta de todo y ni siquiera se molesta en ocultar el hastío que siente hacia el desierto y sus habitantes. Cuando sale a patrullar en Nakhonay, prefiere asumir las tareas de seguridad de los soldados, y deja para otros compañeros menos quemados --y más provistos de dotes diplomáticas-- las tediosas gestiones con los lugareños para elaborar censos de casas, hacerse una idea del grado de penetración de los talibanes en la localidad y explicar con paciencia y mano izquierda los beneficios --hospitales, carreteras-- que los extranjeros han traído a la región con el fin de ganar adeptos. "Al principio, hablaba y negociaba con la gente. pero ahora ya no; hablan en círculos, y estoy cansado de que cuando pregunte, obtenga las mismas respuestas", se justifica. Carr cumple con rigor su trabajo de controlar todo lo que sucede en el universo inmediato de la patrulla que dirige. Da órdenes por radio a sus hombres para que no dejen huecos sin cubrir, y sospecha de todo aquel que se aproxima, en especial de esos niños minusválidos que parecen pasear distraídamente y que podrían estar contabilizando el número de soldados de la patrulla para luego informar a los insurgentes.

"Nunca ves al tirador hasta que dispara"

Como la mayoría de los militares canadienses francófonos originarios de la provincia de Québec, el cabo mayor Marc Prud´ homme no logra, cuando habla en inglés, pronunciar las haches aspiradas a principio de palabra. "Around seven or eight (h)undred metres", ("Unos 700 u 800 metros"), subraya, al estimar la distancia desde la que disparó, con un kalashnikov, hace ya semana y media, un francotirador talibán contra un soldado de su país que estaba descansando junto a un muro de adobe. Pese a hablar a la perfección y con un marcado acento americano la lengua de Shakespeare, Prud´homme no logra en ningún momento de su plática que se oyera la primera letra de la palabra inglesa hundred.

Ahora que la mayoría de los combatientes islamistas han abandonado la región y se han dirigido a Pakistán a pasar el invierno, "la principal amenaza para el contingente son los IED" (siglas en inglés para designar un Artefacto Explosivo Improvisado, es decir, una mina artesanal). "El peligro de los IED es aún muy elevado", indica. Para demostrarlo, señala un enorme montículo de arena, a unos 300 metros donde se encuentra, en el que recientemente fue plantada una mina artesanal que causó un enorme estruendo y grandes daños en el momento en el que estalló en mil pedazos.

"Un control de ruta no es efectivo pronto"

De estatura media, complexión robusta, desbordando autoconfianza, y fe ciega en su trabajo... A diferencia de algunos de sus compañeros de misión, el capitán Chad Thain, originario de Vancouver, se muestra pletórico y lleno de energía en el desierto kandaharí, en especial cuando se halla al mando de su unidad de instructores militares encargada de entrenar a miembros de las fuerzas de seguridad afganas e incrementar sus capacidades para que puedan afrontar por sí mismas a los insurgentes talibanes. Si el Gobierno canadiense cumple finalmente con lo anunciado, en el 2011 habrá retirado a sus 2.800 soldados del distrito de Panjwaj. Pero antes de que eso se haga realidad, uno de los principales desafíos que deben superar los discípulos afganos de Thain es aprender a gestionar con eficacia un control de carreteras, herramienta vital para dificultar el tráfico de armas, impedir el libre movimiento de rebeldes y arrestar a sospechosos. Se trata de interrumpir por sorpresa la circulación en un punto determinado de una ruta durante 10 o 15 minutos. --"no más, porque al cabo de un cuarto de hora todo el mundo ya sabe de la existencia del control y este deja de ser efectivo"-- y registrar a conciencia los vehículos de paso, en busca de material para fabricar minas artesanales o trazas de explosivos.

"Hay que beber agua, incluso sin sed"

Hace ya dos horas que el cabo David Pivato abandonó la base de Ballpeen junto a una decena de soldados canadienses, y mientras sube y baja pequeñas y agotadoras cuestas de dos metros con un pesado equipamiento militar mantiene permanentemente adherida su boca a un tubo conectado a su CamelBak. En esta mochila-cantimplora, guarda la indispensable mezcla de agua fresca y sales minerales, un fluido vital que aspira repetidamente durante el recorrido de la patrulla y que le permite mantener el cuerpo con suficientes niveles de agua, pese a exudar sudor por todos sus poros y pese al sol de justicia que, ya desde primera hora de la mañana, se desploma sobre los viñedos próximos a Nakhonay. Como médico, aconseja que "hay que beber agua todo el rato", aconseja.