Joseph Ratzinger nació en 1927 en la localidad bávara de Marktl am Inn, hijo de un gendarme rural que se mudó numerosas veces durante los 10 primeros años de vida del hasta ahora Papa. Era un católico profundamente creyente y hostil al nacionalsocialismo: "Veía con incorruptible claridad que la victoria de Hitler no sería una victoria de Alemania, sino del Anticristo"".

La ideología familiar no evitó a Ratzinger tener que afiliarse a las juventudes nazis y servir durante la guerra en las baterías antiaéreas que protegían una fábrica de motores de aviación de BMW. Aunque sí pudo rechazar alistarse en las SS. Entre mayo y junio de 1945 fue prisionero de guerra del Ejército de EEUU.

Al igual que Karol Wojtyla, la experiencia del nazismo resulta clave en la conformación de su pensamiento. Del ejemplo que dio parte de la jerarquía católica al contemporizar con Hitler sacó la convicción de que "la Iglesia no puede pactar con el espíritu de los tiempos".

Ratzinger, catedrático de Teología desde 1959, a los 32 años, compañero de Hans Küng y profesor de Leonardo Boff, fue consultor durante el Concilio Vaticano II del arzobispo de Colonia, Joseph Frings. A él se le atribuye la intervención del cardenal en que calificaba de "fuente de escándalo" el Santo Oficio, la inquisición vaticana que con otro nombre él acabó por dirigir. Fue redactor junto con Karl Rahner de documentos sobre la renovación de la liturgia, o el gobierno colegial de la Iglesia.

Preocupación conciliar

Pero la euforia conciliar no tarda en dar paso a la preocupación. "En el concilio penetró --escribió años más tarde-- algo de la brisa de la era Kennedy, de aquel ingenuo optimismo de la idea de una gran sociedad: lo podemos conseguir todo, si nos lo proponemos y ponemos medios para ello". Sin embargo, llegó a la conclusión de que ""se deshizo el trozos el edificio antiguo y no se construyó otro" y que "el vuelco de la Iglesia en el mundo no podía llevar a una renovación de la Iglesia, sino simplemente a su fin".

Inquieto especialmente por la idea de una "soberanía eclesial popular" y la primacía de los teólogos sobre obispos, en su transformación --y en algunas de sus preocupaciones posteriores-- tienen un papel clave la revuelta estudiantil de 1968 con la que tuvo que lidiar en la Universidad de Tubinga, donde se repartían octavillas en que se calificaba a Jesús de "guerrillero". "La revolución marxista se encendía en toda la universidad, la sacudía hasta sus cimientos. ... He visto sin velos el rostro cruel de esta devolución atea, el terror psicológico, el desenfreno con que se llegaba a renunciar a cualquier reflexión moral".

De la renovación, Ratzinger pasa a la recuperación del concepto de "obediencia", ya que la Iglesia "no es un partido, no es una asociación, no es un club, su estructura profunda no es democrática, sino sacramental, y por lo tanto jerárquica".

El 'gran inquisidor''

Ratzinger, arzobispo de Múnich desde 1977, conoce a Karol Wojtyla en 1978, durante el cónclave en que fue elegido Juan Pablo I. No es designado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe hasta noviembre de 1981. Su primero paso es zanjar los trabajos de la comisión mixta que tenía muy avanzada la confluencia entre anglicanos y católicos. Su papel de guardián de la ortodoxia queda claro en 1983, cuando a la desaparición en el Código Canónica de la tradicional condena a la masonería le sigue una inmediata aclaración que recuerda que pertenecer a ella es "pecado grave".

El timonel de la barca

Ratzinger será recordado por su cruzada contra la teología de la liberación. La lista de teólogos represaliados, como Leonardo Boff o Hans Küng, es inacabable. Escuchando al acusado (cinco horas de entrevista con Boff) pero sin contemplaciones, porque "la palabra de Dios no ha sido nunca amable y encantadora". Pero su papel como guardian de la ortodoxia fue aún más allá. En el año 2000, el año de la petición de perdón de Juan Pablo II, Ratzinger hería de muerte el diálogo ecuménico con su documento Dominus Iesu, que dictaminaba que la Iglesia católica es el "único camino de salvación". Y en el 2003, redacta el documento que da instrucciones a los políticos católicos para oponerse a las leyes sobre el aborto, la eutanasia o el matrimonio gay.

Decano del colegio cardenalicio desde noviembre del 2002, Ratzinger ha sido el verdadero gobernante de la Iglesia con la sede vacante. Si en otras ocasiones se tuvo que esperar a la misa inaugural del pontificado para conocer el programa del nuevo Papa, Benedicto XVI ya lo pudo exponer en los funerales de Juan Pablo II y en la misa previa cónclave, cuando dibujó el catolicismo como una "pequeña barca" zarandeada por corrientes que acabarán pasando: "Del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje, del colectivimo al individualismo radical, del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo". Porque, como dijo en una ocasión en Pamplona, "un tiempo de retroceso puede servir para madurar nuevas fuerzas".

Entre 1991 y 1993, Ratzinger sufrió pequeños derrames cerebrales, de los que se recuperó. En 1997 acababa así su autobiografía: "Camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuándo seré puesto en libertad, no lo sé". Parece que ahora.