De 1981 a 1984 fui agregado cultural de México en Berlín Oriental. Una de las principales actividades de los diplomáticos era el contrabando de bebidas y cigarrillos, picardía menor comparada con los demás usos que podíamos darle al maletero del coche.

Al cruzar la aduana en Check-Point Charlie, veíamos las torres de vigilancia, la tierra de nadie sembrada de minas, las ametralladoras automáticas, el alambre de púas que coronaba el muro. Nuestros vehículos debían detenerse para una revisión. No descendíamos del auto ni se inspeccionaba el interior. Los guardias se limitaban a desplazar un espejo con ruedas para estudiar el chasis. Luego veían nuestro Ausweiss , el carnet rojo que nos acreditaba como consentidos del derecho internacional.

Los únicos ciudadanos de la tierra de nadie eran los conejos. Tenían el peso ideal para pasar sobre las minas sin hacerlas estallar. En 1984 asistí a una exposición del artista conceptual Joseph Beuys en la Representación de la República Federal de Alemania en Berlín Oriental. El tema de la muestra era la liebre, animal que representaba a los alemanes de ninguna parte. La atmósfera de aquel acto fue tensa y celebratoria: disidente.

Hablar entre líneas

En Berlín oriental pocas cosas se decían en forma abierta. Los escritores se acostumbraron a hablar entre líneas, a través de símbolos y metáforas. Recuerdo un estreno de La construcción , de Heiner Müller, en el teatro Schaubühne. Sin aludir de manera directa al muro, el dramaturgo no hacía otra cosa que hablar de él: sus personajes estaban cercados por una construcción que avanzaba sin orden ni concierto.

Ingo Schulze, escritor que nació en la RDA y comenzó a publicar tras la caída del muro, me confesó esta paradoja: la libertad de expresión le quitó el gusto por el teatro. Cuando todo puede ser dicho, las palabras pierden fuerza estratégica, o deben recuperarla de otro modo. En la RDA los montajes tenían un carácter político; el teatro era el ágora de emergencia donde la vida pública se debatía a través de insinuaciones y la censura se burlaba con parábolas. No es casual que la transformación de un país vecino, Checoslovaquia, fuera encabezada por un dramaturgo, Vaclav Havel.

Los diplomáticos nos movíamos como los blancos en la Suráfrica del apartheid , pero éramos seguidos en secreto por la Stasi, la Seguridad del Estado. Después de la caída del muro se supo que uno de cada tres habitantes de la RDA había sido informante no oficial de la Stasi. El socialismo alemán fue una sociedad de delatores, tal y como se retrata en la espléndida película La vida de los otros .

La reunificación alemana trajo un desafío: ¿qué hacer con los informes secretos? Muchos pensaron que sería mejor no tocar esas heridas. Cuando pude hablar con Günter Grass del tema, comentó que abrir las actas representaría un triunfo póstumo para la Stasi. Saber que tu novia, tu vecino o tu padre había informado de ti podía llevar a una cacería de brujas. No fue así. Junto a la Alexanderplatz se instaló una oficina para que los espiados por la Stasi conocieran su expediente. Alemania mostró una madurez excepcional para lidiar con un pasado roto.

También yo solicité mi acta, con la intención de que fuera fabulosa. Mi vida en la RDA no había sido digna de una novela de John Le Carré, pero a veces los espías descubren conspiraciones que hasta los protagonistas pasan por alto. Mi expediente fue