«El que manda soy yo». «La Constitución soy yo». Jair Mesías Bolsonaro no pudo dominar su ego durante la semana más difícil que tuvo desde que llegó a la presidencia de Brasil, en enero del 2019. Su poder político se erosiona al compás del derrumbe económico y el recuento ascendente de muertos por coronavirus. El capitán retirado del Ejército parece sobrepasado por los acontecimientos e incurre en los dislates.

Con pocos días de diferencia respaldó una marcha en favor del cierre del Congreso y acusó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) de dar «directrices» para que los niños practiquen la «masturbación» y «relaciones entre personas del mismo sexo». «¿Y qué? Soy el Mesías, pero no hago milagros», dijo sobre los efectos letales de la pandemia.

Hasta el 2016, Bolsonaro fue un personaje marginal, parte del «bajo clero», como se conoce a los diputados sin influencia y despreciados por los líderes parlamentarios. Fue el miedo y el odio a Luiz Inácio Lula da Silva el que encumbró en las urnas a un legislador apenas conocido por su racismo y por un proyecto de ley que obligaba a los civiles de cantar el himno nacional con una mano en el pecho.

ALIANZA DE ULTRADERECHA / Detrás suyo, el «mito», como lo llaman sus seguidores, logró reunir a una variopinta alianza de ultraderecha. Pero, por encima de todas las cosas, ha señalado Thaís Oyama en su reciente libro Tormenta: El Gobierno de Bolsonaro: crisis, intrigas y secretos, el partido político del presidente «ha sido siempre la familia». Y son los hijos: Eduardo, senador; Flavio, diputado; y Carlos, legislador de la ciudad de Río de Janeiro, la avanzada de su proyecto y una fuente de problemas políticos.

La defensa a ultranza de Carlos, involucrado en las acciones de difamación y amenazas a través de las redes sociales, lo ha llevado a enfrentarse a la vez con el que fuera su ministro estrella, Sergio Moro, y el Supremo Tribunal Federal (STF).

La máxima instancia judicial ha aceptado que se investiguen los presuntos intentos de Bolsonaro de interferir las tareas de la policía federal para proteger a su prole, como denunció el extitular de Justicia. Otro juez del Supremo suspendió además el nombramiento al frente de la policía a un amigo de Carlos.

El presidente se encolerizó. La Asociación de Jueces Federales calificó de «inadmisible» su reacción. El jefe del Estado «somete a las instituciones democráticas a un estrés permanente con el claro objetivo de debilitarlas. En tales casos, es necesario responder con firmeza a quienes abusan de su poder», reflejó el diario Folha.

A estas alturas, consideró Sergio Lirio en la revista Carta Capital, Bolsonaro no es «ni Mesías ni presidente». Su Gobierno, añadió, «recuerda esos últimos meses agonizantes del mandato de Dilma Rousseff», aunque las circunstancias sean distintas.

Para José Roberto de Toledo, analista de la publicación mensual Piauí, al echar a Moro, Bolsonaro «perdió la mitad de su influencia política» y «dio balas de cañón al Congreso para dispararle en un proceso de juicio político cada vez más probable».

Las peticiones de impeachment llegan a la treintena. Por el momento, las encuestas dan cuenta de que la mitad de la sociedad no quiere ese desenlace ni que el capitán retirado dimita. Los militares, tampoco. La influyente columnista Míriam Leitão estima, no obstante, que los tiempos políticos se acelerarán.

«SIN ESPERANZA» / Bolsonaro, dijo, ha «renunciado» simbólicamente cuando, ante 5.000 brasileños muertos por covid-19, lanzó el despreocupado «¿y qué?».

A su criterio, «ya no hay ninguna esperanza de que comprenda cómo es realizar las funciones por las cuales fue elegido». A lo largo de la pandemia, añadió, se han producido «suficientes palabras y actos ofensivos» que demuestran «que nunca asumirá el papel que tantos líderes en la historia del mundo jugaron cuando su pueblo vivió tragedias». Leitão se ha preguntado hasta qué punto es posible «soportar la indignación» de una sociedad enojada por la gestión del mandatario.