«No nos tratan como a seres humanos. La policía croata me propinó una paliza a bastonazos. Me rompió la mano y me abrió la cabeza», espeta Mohamed, un migrante paquistaní de 30 años. Lo hace mientras levanta su brazo escayolado y señala su cabeza vendada. Al ver a un periodista a la entrada del centro de acogida de Miral, en el noroeste de Bosnia, un grupo de hombres jóvenes se arremolina a su alrededor.

Explican sus historias, todas parecidas, con la brutalidad croata como protagonista. «A nosotros también nos agredieron y nos robaron el dinero y el teléfono. Nos quitaron la mochila, la chaqueta y los zapatos, y lo quemaron todo», rememora Ismael, un menor paquistaní.

Entre los migrantes que tratan de cruzar la frontera entre Bosnia y Croacia a través de un espeso bosque, circula la idea de que, si no intentan huir cuando los localizan los agentes policiales croatas, no les «romperán las piernas».

«Quizá si corres, te golpean aún más fuerte, pero permanecer quieto no es ninguna garantía. Un 90% son agredidos, un 10% de forma severa. A todos les roban el dinero», comenta entristecido Simon Campbell, de la oenegé Border Violence Monitoring Network, dedicada a recabar información sobre la violencia contra los migrantes y refugiados.

«Es habitual atender a migrantes con huesos rotos, dientes partidos o heridas en la cabeza», confirma Selam Midzic, el veterano director de la Cruz Roja de la zona.

Sistemáticas

Las autoridades de Croacia, país que ostenta la presidencia de turno del Consejo de la UE este semestre, aseguran que los abusos denunciados son casos aislados. Sin embargo, las organizaciones de derechos humanos consideran que son sistemáticas y responden a una calculada política gubernamental.

«Es el precio a pagar para poder ser aceptado en el espacio Schengen», desliza Campbell. Croacia se halla junto a Rumanía y Bulgaria en la sala de espera del club de países europeos sin controles fronterizos.

Miral es el segundo mayor centro de acogida en esta región montañosa de Bosnia-Herzegovina. Según un responsable local de la Organización Mundial para las Migraciones (OIM), encargada de gestionarlo, en su interior se hacinan más de 750 personas, incluidos también menores, algunas alojadas en contenedores y otras en literas amontonadas en las salas de una antigua fábrica de cristales.

A diferencia de lo que sucedía en el campo informal de Vucjak, desmantelado durante el pasado mes de diciembre, aquí reciben ropa, tres comidas calientes al día y atención médica. Sin embargo, los lavabos presentan una situación higiénica deplorable y no hay agua caliente. «No tenemos más medios», dice encogiéndose de hombros el hierático gerente.

De acuerdo con la policía local, unos 5.000 migrantes viven en esta región. Algo más de 3.000 se alojan en los cuatro centros financiados por la UE. El resto, duermen en casas deshabitadas o en el monte. Grupos de jóvenes migrantes recorren el centro de Velika Kladusa, una ciudad de 40.000 habitantes situada a un par de kilómetros de la frontera, como si fueran espectros.

Nadie les mira, nadie les habla. En la mayoría de cafés y algunos supermercados, incluso les han prohibido la entrada. Pero, sin embargo, aún hay esperanza, «Muchos bosnios nos dan comida o dinero. En Turquía y en Serbia la gente era más hostil», explica Zied, un militante comunista originario de Túnez bloqueado en el noroeste de Bosnia desde hace nueve meses.

Drones y cámaras

Como decenas de marroquís y argelinos que están en los campos, llegó al país balcánico tras aterrizar en Turquía, y atravesar Grecia, Albania y Montenegro a pie.

Zied ya intentó una decena de veces entrar a Croacia. En todas, la policía lo atrapó y lo expulsó. «Ellos ahora tienen drones, cámaras en los árboles, detectores de calor… Nosotros, solo mapas en el teléfono. Esto es el juego del gato y el ratón», relata el tunecino.

Este hombre vive en una casa abandonada. Aquí los campos están saturados y el trabajo que lleva a cabo en la zona la oenegé No Name Kitchen resulta providencial.

«Les informamos de los puntos de distribución de comida y ropa, de noche y en lugares apartados. A la policía no le gusta lo que hacemos», dice el alicantino Javier Asensi, voluntario en esta entidad no gubernamental.

Semanas atrás, los voluntarios de No Name Kitchen abandonaron temporalmente Velika Kladusa. Fue después de que la policía realizara una redada en su casa. Los agentes les acusaban de instigar una protesta de los migrantes contra la violencia policial, algo que el voluntario español niega.

En la clínica de la localidad, añade, el trato no es más cordial: «A menudo rechazan atender a los migrantes, incluso si pueden pagar la visita», sostiene en otro momento.