La experiencia nos indica que el Estado Islámico (EI) responde a sus reveses con atentados terroristas donde puedan tener una mayor repercusión. Ya no está en condiciones de repetir las matanzas de la sala Bataclan en París (2015), el aeropuerto de Bruselas o Niza (ambos en el 2016). Su situación es de extrema debilidad en Siria e Irak, pero no sabemos demasiado de sus células durmientes en Europa ni de los combatientes extranjeros que acudieron a la llamada del califa Abu Bakr al Bagdadi, ya difunto. Más de 3.000 tenían pasaporte de la Unión Europea.

Unos murieron en combate o en bombardeos, otros a manos de los servicios especiales de Francia y el Reino Unido, que en estos meses se han esforzado en eliminarlos o en entregarlos a Irak, donde les espera una condena a muerte. Había un tercer grupo, los detenidos en cárceles de las Unidades de Defensa Popular, la milicia kurda abandonada por Trump tras servirle de infantería contra el EI. Un número indeterminado escapó en el avance turco acompañado de milicias yihadistas sirias que nada tienen que envidiar en crueldad y radicalismo al EI.

Aunque Bagdadi era más importante, desde el punto de vista militar, que Osama bin Laden, tenía menos aura y celebridad, para desgracia del Trump tan dado al narcisismo. La diferencia entre Al Qaeda y el EI ha sido el territorio. Al dominar un vasto espacio que unía zonas de Irak y Siria dotó a su califato de un aura religiosa que conectaba con el inconsciente colectivo vinculado a la edad de oro del islam.

Cuando el líder del EI se proclamó califa en la mezquita Al Nuri de Mosul, en el 2014, sabía lo que hacía. Al gobernar sobre una tierra concreta, podía lanzar una yihad defensiva, que según la tradición obliga a la lucha a todos los musulmanes.

La ofensiva solo afecta a los súbditos del príncipe que la invoca. En realidad yihad es una palabra secuestrada por los neosalafistas, y por los periodistas que todo lo simplificamos, porque significa esfuerzo; afecta al creyente que desea ser más piadoso. Así logró Bagdadi atraer a 30.000 combatientes extranjeros.

Invisibilidad

Se puede decir que se ha derrotado al califato, pero no al EI, cuyos militantes se han diluido entre la población civil. En las guerras actuales una parte de los combatientes visten ropas de calle. Sucede en Afganistán: afgano de día, talibán de noche.

Los milicianos del EI son sirios e iraquís. Su invisibilidad les garantiza la supervivencia en espera de una otra oportunidad, que llegará porque el problema no son las siglas, sino un radicalismo ambiental impulsado por Arabia Saudí y otras monarquías del Golfo. Se llama wahabismo y es el que alimenta ideológicamente a Al Qaeda y EI y a sus franquicias en Asia y África, como Boko Haram.

El EI ha sido muy rápido en confirmar la muerte de su líder, y lanzar una advertencia a Estados Unidos -«No os alegréis»- cuya lectura entre líneas representa una amenaza. También ha sido veloz en anunciar a su sucesor: Abu Ibrahim al-Hashemi al-Qurayshi, al que llamó «califa» y «emir de los creyentes», títulos rimbombantes pero sin peso real, aún. Tras perder el territorio ya no pueden «vender» el califato.

El EI se equipara a Al Qaeda, un grupo terrorista que basa su lucha en atentados de castigo contra sus enemigos, sin otro interés aparente.

Lobos solitarios

El mayor problema son los llamados lobos solitarios, aunque no lo son, ni siquiera en el caso británico, aunque los últimos atentados en Londres parecen obra de personas que deciden atacar sin que medie una estructura detrás. Incluso en ese caso son parte de una manada ideológica y pueden activarse por simpatía. A largo plazo, el riesgo es que los combatientes del EI, ahora escondidos en Siria e Irak, se reagrupen.

El caos en Siria, con una guerra activa en Ildib y la inestabilidad causada por Trump al retirar sus tropas favorece el regreso del Estado Islámico, o de cualquier otro grupo. Se mantienen las condiciones políticas para que existan otros grupos radicales, y se mantienen las causas. También siguen intactos los ideólogos y los financiadores.

EEUU ha premiado a Turquía pese a su actitud irresponsable durante la guerra -su frontera fue zona de paso- y a Arabia Saudí porque es el principal comprador de armas.

Únicamente ha caído un hombre sanguinario sin el carisma de Bin Laden. Será más o menos fácil reemplazarle. El nuevo líder querrá dejar su impronta lo antes posible.

La máquina de fabricar odio sigue funcionando. La de no saber solucionar los conflictos, también.