Los fuegos artificiales iluminaron el cielo de Buenos Aires como un insulto. El reloj había marcado las 12 de la noche y, en la morgue judicial, el Instituto del Quemado, los hospitales públicos y las mismas puertas del cementerio de la Chacarita, decenas de personas comenzaron a abrazarse y a llorar desconsoladamente.

Unos esperaban que les entregaran los cuerpos de sus seres queridos. Otros querían saber si estaban entre los no identificados. Y los demás acompañaban a padres, hermanos y novias, en ese dolor insondable. Nadie se atrevía a decir nada. El llanto lo cubría todo bajo ese mismo cielo indolente en el que se dibujaron los fuegos de artificio dando la bienvenida al 2005.

En las puertas de lo que quedaba de República Cromagnon empezaba, a esa hora, a levantarse un santuario: estampas religiosas, fotos de las víctimas, ofrendas florales y velas encendidas recordaban lo que había sucedido y seguía lastimando.

La gente caminaba por allí con la cabeza baja. Podía encontrarse con zapatillas de deporte y ropa de alguna de las víctimas aún sin retirar.

En la madrugada del pasado viernes, los Callejeros se presentaron en la discoteca frente a una multitud extática. Había, en su interior, unas 3.000 personas, más del doble del aforo permitido. De cara al horror, los argentinos descubren qué fácil resulta sobornar en la capital a un inspector que debe velar por la seguridad de los espectáculos o por la calidad de los alimentos que consumen millones de habitantes.

Precedente dominado

Una semana atrás, durante otro concierto y a raíz de una bengala, República Cromagnon también se había incendiado, según el relato de uno de sus empleados. Esa vez, el fuego consiguió ser dominado tan sólo con una manguera. La suerte nunca llama dos veces a la misma puerta del desatino. "Me aferré a la muerte/sólo si es el mejor pasaje/ es la cita a ciegas/que no hay que esperar", solían cantar los Callejeros. En una ciudad donde lo atroz y lo casual a veces se dan la mano no hubiera sido descabellado que esa misma canción sonara cuando la bengala chocaba contra el techo e iniciaba su mortal carrera flamígera.