Dicen que Lionel Serigne todavía chapurrea un poco de castellano, y eso que es el único de los cuatro con un apellido francés. "Pero mi madre era una Morales", dice Lionel, en inglés. ¿Y el español? Sonríe tímidamente. "Un, dos, tres, cuatro...". Tiene 70 años y regenta el único pequeño comercio, una mezcla de bar y supermercado, que queda en Delacroix, en una carretera sin salida en medio de los bayous, esos típicos brazos de agua en los humedales de Luisiana, en el delta del Misisipí. El día que Lionel muera --lejano, seguramente, porque ya ha sobrevivido a tres grandes huracanes que devastaron estas tierras-- en Delacroix ya no habrá nadie que hable español. Clinton Morales (61), Eugene Anglada (65)y Lazarus González (72) ya lo olvidaron.

"Cuando éramos pequeños, todos lo hablábamos --cuentan--. Es más, no sabíamos inglés, el español era el idioma en casa, en todo Delacroix. Cuando tocó ir al colegio, los profesores no nos entendían. Es cuando se prohibió oficialmente que se hablara español en todos los colegios de Saint Bernard". San Bernardo es la parroquia al sureste de Nueva Orleans dominada por gente con apellidos españoles, pero sin que hablen ya esa lengua. Tienen ahí su propio museo, levantado para preservar la cultura, las tradiciones y el idioma de Canarias, las islas de sus antepasados, los tatarabuelos de sus abuelos, que llegaron a finales del siglo XVIII a estas tierras. La comunidad está unida, el 95% de los pocos habitantes que quedan en Delacroix son isleños. O islenos, como dicen ellos, ya que la eñe no existe en la gramática inglesa.

"Ahora somos unos 14 que vivimos aquí. Cuando éramos pequeños, había unas 1.500 personas, sobre todo porque en 1951 asfaltaron la carretera. El agua y la luz llegaron en 1957". La memoria de los tres es admirable. Hubo años importantes en su vida. Años desastrosos también. "Betsy limpió esta zona en 1965, Katrina remató la faena". Betsy fue un huracán terrible, solo superado en fuerza 40 años después por el Katrina. "Nunca había huido, ni con el Betsy, pero con el Katrina todos nos fuimos", recuerda Lazarus González. "No hacía falta escuchar los avisos de las autoridades; cuando nosotros vemos llegar vientos de 250 kilómetros por hora, sabemos que hay que marcharse, y rápido".

Al regreso, el paisaje era devastador. El viento y el agua habían arrasado todo, absolutamente todo. Casi todo el condado de Saint Bernard, situado a nivel del mar, desapareció temporalmente. De las 67.000 personas que vivían allí antes del Katrina, 20.000 nunca regresaron a sus casas desaparecidas o destruidas. "Es una lástima tan grande... Esta zona era una selva, preciosa. Nos quedamos sin árboles, y sin muchas casas también. Está mucho más vacía que antes", dice Mabel Campos, nacida Morales, a punto de cumplir 90 años en su casa de Shell Beach, a unos 20 kilómetros de Delacroix.

El desastre ´katrina´

Al llegar el Katrina , ella y su marido se refugiaron en el interior, en Baton Rouge. Pero tenían que volver, si no él hubiese muerto de pena. Su marido, fallecido hace dos años, volvió antes, en barco. Por carretera era imposible. "Había 20 pies --6 metros-- de agua aquí", dice el hijo, Frank, de 68 años. Mabel apenas pronuncia dos palabras en castellano, él ninguna. Los abuelos sí, con fluidez además. Fue porque nadie iba entonces al colegio, y los pueblos estaban muy aislados. "La carretera era tan mala que para ir a Nueva Orleans pinchabas cuatro o cinco veces las ruedas. Era tierra, polvo, la ciudad estaba lejísimos", recuerda Franky, no sin nostalgia. Aquella comunidad de isleños ya se apañaba con la pesca y los cultivos de caña de azúcar.

Frank: "¿Una vida dura? Sí, una vida que, desde luego, la juventud de ahora no soportaría. Pero también era muy bonita. No necesitábamos casi nada de fuera. Comíamos el pescado que sacábamos del mar, cazábamos patos y cocodrilos; comíamos todo lo que matábamos". Mabel: "Y si una familia no tenía una cosa, se la pedía a otra. Intercambiábamos las cosas. Uno tenía una vaca, otro gallinas. Leche, huevos, carne... había de todo".

Tiempos bonitos, cuando en Delacroix había 13 salas de fiestas. Pueblos pesqueros llenos de vida y sin reglas. "Para un chaval era una vida maravillosa, salíamos a pescar cuando queríamos; no como ahora, que hay leyes para todo. Ahora casi ni te atreves a meterte a pescar en el bayou", dicen los cuatro hombres en Serigne´s, el bar de Lionel, cuyo abuelo era francés, la población dominante en Luisiana.

Manuel, el juez

Para que esas leyes se cumplan está Manuel Fernández. Todo el mundo le saluda con un hello judge . Es desde hace 10 años el juez de la parroquia de San Bernardo. Un juez cercano y campechano, de 67 años, que recibe descalzo y en camiseta en el juzgado temporal; el anterior edificio sufría la presencia crónica de moho, consecuencias del huracán y las inundaciones, cuando solo 10 de las 27.000 construcciones de este condado no quedaron dañadas o destrozadas. El juez domina todavía un mínimo de castellano, que le fue útil después del Katrina. "Les ponía fianzas a los saqueadores detenidos, que eran casi siempre latinos, y ellos no entendían la advertencia de Miranda --la que dice que el detenido tiene el derecho de guardar silencio-- Pero como yo eso no lo sabía traducir del todo al castellano, les decía solo: Tú puedes callar , y ya está. Ya me entendían".

No quiere el juez Fernández hablar mal de los latinos, aunque resalta que a los isleños les molesta bastante que, solo por el apellido, los estadounidenses a veces les confundan con latinoamericanos. Confusión en la que la gente de San Bernardo no caería nunca, acostumbrada como está a comprar marisco de Casanova, gasóleo de Amigo y seguros de Gómez. "No, no todos somos pescadores, aunque ha sido la profesión de la mayoría de nuestros padres y abuelos", dice Manny Fernández. Por eso, toda la zona oriental, donde se encuentran los pequeños puertos pesqueros, está casi al 100% habitada por isleños; más cerca de Nueva Orleans, los canarios se diluyen entre la población local y los inmigrantes actuales. "Son dos mundos totalmente diferentes", según el juez.

Ahí, en la costa, casi nunca pasa nada. Aquí hay la delincuencia habitual. "La droga hace estragos. Tenemos dos juzgados específicos que se dedican a intentar sacar a la juventud de ese mundo".El "hello judge" se toma un café en el bar de al lado, que su amigo Erroll Nunez pudo montar gracias a una organización benéfica. Nunez, de 65 años y cuya familia perdió el acento y la eñe en el apellido en algún momento de estos dos siglos, es casi ciego. "No hablo español, pero me siento isleño, eso se hereda, es algo que llevaremos siempre dentro", dice. Aun así, sus padres apenas hablaban del pasado de la familia. "Mi padre lo tenía todo en la cabeza".

Tampoco sabe bien de qué isla eran los tatarabuelos de sus abuelos. "Creo que fue aquella donde hubo el desastre aéreo más grande de la historia. Sí, Tenerife, de ahí éramos". La asociación de isleños de San Bernardo monta cada año un viaje a Canarias, y un festival al que se invita a familiares lejanos de las islas.

Sin pescar por el vertido

Son momentos para recordar el pasado, y olvidar un poco el presente, que vuelve a estar teñido de tragedia, de contratiempos, de capacidad de superación también. En Delacroix, los pocos isleños que quedan ya no pueden salir a pescar por el vertido continuo del petróleo de la plataforma Deepwater Horizon. Lionel Serigne está a punto de cerrar su negocio; Clinton, Eugene y Lazarus temen que nunca más saldrán a pescar. "¿Cuánto durará esto? El marisco tardará años en recuperarse. Años que nosotros ya no tenemos".

Y la cosa ya iba a peor, con la competencia de las gambas argentinas y el pescado de otros lugares del Atlántico. "Pero aun así podíamos vivir de esto, y del turismo, de la gente que viene a pescar. No necesitamos mucho para sobrevivir", dice Frank Campos, que regenta el Campos Marina, donde se alquilan barcos y se organizan excursiones. Ahí, en Shell Beach y en Delacroix, los isleños se resignan ante su destino. Lionel rescata otra frase en castellano, aunque proviene de una canción angloitaliana. "Qué será, será...".