La población turística de Nahariya es, desde hace tres días, una ciudad de sombras. Las tiendas han cerrado, los veraneantes han desaparecido de los hoteles y en las playas sólo se oye el rumor de las olas. Es como si Benidorm hubiera echado el cierre en pleno mes de julio.

A lo lejos, desvelando el porqué de tanto silencio, una nube negra emborrona el cielo del verano. Acaba de caer otro katyusha, lanzado por la guerrilla libanesa Hizbolá. Su impacto ha hecho zozobrar el suelo.

Los Qasam palestinos son un cohete de feria comparado con estos misiles creados por la Unión Soviética en la segunda guerra mundial. Le deben el nombre a una canción de guerra de entonces que glosaba la añoranza de una chica rusa, Katyusha, tras la marcha de su chico al frente. Después, los nazis los rebautizaron como el miembro de Stalin, por su forma fálica.

Ese falo del genocida soviético tiene aterrorizado al norte de Israel desde que el Estado judío decidió invadir Líbano como respuesta a la captura de dos de sus soldados y la muerte de otros ocho a manos de Hizbolá.

Desde entonces, ha caído un aguacero de 700 katyushas, misiles con un alcance de 25 kilómetros que llegan en oleadas como una tormenta de truenos. Dejan un pequeño cráter, pero la onda expansiva es capaz de carbonizar cuatro vehículos aparcados a tres metros del lugar del impacto, de matar en los últimos días a tres personas y de herir ayer solo a medio centenar.

La vida en los refugios

En Nahariya, la ciudad más castigada junto a Safed --centro místico de la cábala--, los megáfonos recuerdan a sus 60.000 habitantes que deben permanecer en los refugios. Algunos son públicos, están enterrados en el subsuelo y tienen capacidad para 70 personas. Pero la mayoría se encuentran en los sótanos de los edificios o incluso en las propias casas, en una "habitación de seguridad", como las llaman los israelís, protegida por muros de hormigón.

"La gente mayor está acostumbrada, pero los niños lo están pasando muy mal", explica Yoram Butbul, de 43 años, encargado de un supermercado y vecino de uno de los barrios humildes de Nahariya. Desde hace años, las tensiones fronterizas entre Israel e Hizbolá, habitualmente parte de la onda expansiva de lo que ocurre en los territorios palestinos reverberan en Israel por los katyushas.

Butbul y un grupo de vecinos no apartan los ojos de una televisión instalada en el porche del edificio, a unos metros del búnker. Dentro, el ambiente es asfixiante. Varios colchones se amontonan bajo una luz tenue y amarillenta. La humedad carcome las paredes. No hay ventilación ni aire acondicionado ni lavabos, solo un ventilador que no da abasto entre tanta gente. Treinta vecinos del edificio comparten un váter sin desagüe donde se acumula el producto del miedo. "Cuando subo a casa, mi hijo de 10 años me pide que baje enseguida al refugio; por las noches llora y pregunta si van a venir los libaneses a buscarnos", dice Butbul, que lleva 48 horas sin separarse 50 metros del refugio.

Para aliviar las penalidades de la población, el ayuntamiento ha traído de otras puntos del país grupos de artistas y payasos voluntarios que actúan en los búnkeres. Incluso están viniendo actores famosos de telenovela, uno de los pasatiempos nacionales de Israel, y hasta profesores de yoga que ayudan a la gente a relajarse bajo el estruendo de los proyectiles.

La preocupación por una posible guerra con el Líbano pesa en el ambiente. Más de medio centenar de libaneses han muerto desde el comienzo de la invasión israelí. "La culpa se la tienen que echar a Hizbulá y a su Gobierno; ellos nos invitaron a entrar", dice Alon Levy. Su mujer lo interrumpe: "No está bien matar a civiles, nosotros queremos la paz y sabemos que los libaneses son buena gente, la culpa es de los terroristas de Hizbolá".

Fabricación iraní

La guerrilla libanesa volvió ayer a hacer blanco en Haifa, la capital portuaria del norte de Israel, con proyectiles fajar de fabricación iraní, según el Ejército israelí. Las mismas fuentes aseguraron que Hizbulá dispone de misiles zelzal-2 con ojivas de media tonelada y un alcance de 200 kilómetros, lo que pone a tiro tanto Tel-Aviv como Jerusalén, e incluso Bersabé, en el desierto meridional del Neguev.

En el refugio de las afueras de Nahariya, se escuchan tres explosiones. El suelo retumba y, espoleados por los sollozos de los niños, todos corren a las profundidades del refugio. Katyusha vuelve a entonar su canción del miedo.