La guerra comercial con China que Donald Trump prometió en las elecciones ya está aquí. Discuten los expertos sus consecuencias bilaterales y globales, quién pisará antes el freno o qué quedará más magullado. Son especulaciones, porque un conflicto comercial entre las dos grandes potencias en un mundo globalizado e interconectado es inédito.

La disputa nace en el desequilibrio en la balanza comercial. «Tenemos el mayor déficit que ningún país ha tenido en toda la historia», justificó Trump el 22 de marzo al aprobar tasas a importaciones chinas por 60.000 millones de dólares anuales. China respondía al día siguiente con una lista de 120 productos a los que aplicaría un arancel del 15% si no se resolvían las diferencias amistosamente. Su elección no es azarosa: apunta a los estados agrícolas que apoyan con más fervor a Trump. Pekín aclaró además que respondía a los aranceles de EEUU sobre el acero y el aluminio de semanas atrás y no al último paquete. Se intuye, pues, otra salva inminente, a la que contestará previsiblemente Washington.

LA LÓGICA DE LOS NEGOCIOS / Cuesta ver una solución en el horizonte. Trump no se entiende sin su campaña sinófoba y echarse atrás decepcionaría a su electorado. También a Xi Jinping, presidente chino, le aprisiona el contexto. Acaba de ser aupado a la altura de Mao y anuncia sin pausa una China fuerte que recuperará su primacía mundial.

La respuesta oficial china combina llamamientos a la sensatez con la resolución del que cree en su fortaleza: Pekín no quiere la guerra pero no se asustará ni se esconderá, aclaró el Ministerio de Exteriores. Los excesos se reservan a la prensa oficial hipernacionalista. «De ningún modo China se va a echar atrás -avanzaba el diario Global Times-. Nos meteremos en una épica guerra comercial para recordar a EEUU el poder de China y forzarle a que nos respete».

Las críticas a China en nombre del trabajador medio integran la política estadounidense de las últimas décadas. Clinton ya anunció medidas severas y acabó apoyando el ingreso chino en la Organización Mundial del Comercio. Los aranceles a las ruedas de automóviles chinas que impuso Obama acabaron arruinando al sector avícola de EEUU cuando Pekín respondió prohibiendo las garras de pollo que devoran en masa los chinos. Así que no preocupó demasiado que durante las elecciones Trump prometiera aranceles tras acusar a Pekín de ser el mayor ladrón de la historia, de violar (en el sentido sexual) a América y de destruir los puestos de trabajo estadounidenses. Washington puede freír impunemente a México con impuestos, pero China juega en otra liga.

Trump podría haber sometido fácilmente a la China de los 80, con una economía subdesarrollada y desesperada por la tecnología occidental. China tiene hoy lo que necesita, exporta centrales eléctricas y trenes de alta velocidad, lidera iniciativas de comercio global como la Nueva Ruta de la Seda y le sobran mercados alternativos al estadounidense.

China es uno de los principales destinos de las cosechas estadounidenses y podría sangrar el único sector en el que Washington disfruta de superávit. También podría recurrir a la europea Airbus tras anular el acuerdo de adquisición de 300 aviones por 37.000 millones de dólares que firmó con Boeing. Esta compañía admitió en el 2016 que las ordenes de compra de Pekín sostenían sus 150.000 empleos. Tampoco los chinos tendrían problema en conducir coches europeos o japoneses en vez de los de General Motors, que ya vende más en el gigante asiático que en EEUU. También China es ya el mayor comprador de Apple, además de su lugar de fabricación. Además de estrangular a las multinacionales que confían en su mercado para cuadrar cuentas, China dispone de variadísimas opciones. Recomendar el boicot de productos estadounidenses a su pueblo o desaconsejarle el turismo allí. O extremar el papeleo y las inspecciones en cumplimiento estricto de la burocracia.

Las perspectivas se antojan dramáticas para la aún primera economía mundial en caso de guerra sin cuartel. «El incremento del coste de los productos chinos tendrá un impacto nocivo en los productores y consumidores estadounidenses. EEUU perderá», sentencia Lawrence Reardon, profesor de la Universidad de Nuevo Hampshire.