De ignorarla a convertirla en uno de sus principales debates internos. Esa ha sido la evolución de la posición democristiana frente al fenómeno ultraderechista de Alternativa para Alemania (AfD). La cancillera Angela Merkel evitó pronunciar esas siglas durante cuatro años, desde la fundación del partido ultra en el 2013 hasta las últimas elecciones federales del 2017, cuando AfD entró en el Parlamento federal alemán con más del 12% de los votos y una fracción propia de más de 90 diputados.

Desde entonces, AfD se ha convertido en un incómodo competidor de la CDU. Esta tensión interna dentro del partido de Merkel se evidenció tras las últimas elecciones regionales del estado oriental de Turingia de finales del pasado octubre; la CDU quedó por detrás de la ultraderecha, que superó el 23% de los votos. Tras el descalabro electoral un grupo de la CDU de Turingia apostó por negociar un gobierno regional con AfD. La dirección federal de la CDU, con AKK al frente, llamó rápidamente al orden. Pese a ello, la cuestión sigue sin estar solventada. Ello quedó en evidencia en el congreso que culminó ayer en Leipzig. La posición de AKK y de su dirección es, de momento, inamovible: AfD es un partido claramente xenófobo y ultranacionalista, heredero de la principal fuerza neonazi alemana de posguerra, con el que no se puede negociar nada. El partido ultraderechista, mientras, por una parte, ofrece una «oposición fundamental», y, por otra, tienden la mano a las fracciones más derechistas de la CDU y se abren a acuerdos puntuales. «Estamos viendo cómo nuestra presencia genera una presión de las bases de la CDU, porque con nosotros habría una mayoría», dijo Alexander Gauland, figura clave de AfD.