"Sabíamos que estaban muertos, pero la esperanza nos decía que estaban vivos. Hoy ya no podemos aferrarnos a la duda". Con estas palabras resumía Nili Finsi, dueña de una papelería y madre de tres hijos, el dolor que ayer se vivió en Nahariya. Un dolor duplicado y reverberante. Porque esta pequeña ciudad costera, situada a 15 kilómetros de la frontera libanesa, no solo perdió a uno de sus vecinos, Ehud Goldwasser. También vio cómo era liberado Samir Kuntar, la encarnación de sus peores pesadillas.

En la calle nada se detuvo; la gente trataba de aferrarse a la vida. "Es una forma muy israelí de afrontar el duelo", decía Ilan Gez desde su puesto de lotería. "Cuando hay un atentado, una hora después la gente vuelve a sus quehaceres. Si pensáramos mucho, nos derrumbaríamos". En la fachada del restaurante Pinguin aún colgaba un cartel reclamando el regreso de Goldwasser y Reguev. "Por muy duro que sea, me siento liberado porque hemos pasado dos años de angustia e incertidumbre", afirmaba el dueño, Amir Oppenheimer. Nahariya es una ciudad acostumbrada al sufrimiento. Hace dos años fue uno de los lugares más castigados por los misiles katiuska de Hizbulá. Pero antes de que el Partido de Dios existiera, aquí arreciaban los katiuskas de la Organización para la Liberación de Palestina.

Y en esas llegó Samir Kuntar. A finales de la década de los 70, este druso desembarcó en Nahariya y, al amanecer, irrumpió en casa de la familia Harán. Al padre, cuentan aquí, lo mató de un tiro en la espalda, y a la hija de cuatro años le rompió el cráneo con la culata de la pistola.

Este cúmulo de violencia cíclica disipa toda esperanza de paz para el futuro en esta castigada región. "Es solo cuestión de tiempo que volvamos a enfrentarnos con Hizbulá. Deberíamos atacar cuanto antes porque ellos son cada día más fuertes gracias a la ayuda de Irán", apuntaba el constructor Boaz Sidi.