A mediados de marzo, cuando la gravedad de la pandemia de coronavirus en Estados Unidos era innegable incluso para Donald Trump, el mandatario se declaró «un presidente de guerra». El virus que ya ha dejado en el país más de 2,8 millones contagiados y unos 130.000 muertos sigue azotando con descontrolada fuerza pero Trump, cuestionado por su respuesta a la crisis sanitaria y económica del covid-19, así como a las protestas sociales por la justicia racial desatadas tras la muerte a manos de la policía de George Floyd, golpeado por señales preocupantes que le envían las encuestas sobre sus opciones de ser reelegido y con la vista puesta en la movilización de sus bases para el 3 de noviembre, prefiere centrarse en otra guerra: la cultural.

Lo hizo abiertamente el viernes en Dakota del Sur en un exaltado y combativo discurso en el Monte Rushmore en el que retrató EEUU como un país bajo el asalto de un «nuevo fascismo de extrema izquierda» que según él se extiende por «escuelas, redacciones e incluso los despachos de juntas corporativas». Habló largo y tendido de la agresión de una supuesta «revolución cultural de izquierda diseñada para derrocar la revolución americana» y denunció a «gente mala, diabólica» cuya meta, en sus palabras, «no es una América mejor» sino «el fin de América». Y prometió una respuesta contundente.

La intervención fue el eje central de los vistosos y no libres de controversia actos organizados en un monumento protestado por la comunidad de indios nativos para las celebraciones del 4 de julio, el día de la Independencia. Llegó tras una exhibición aérea militar y antes de los fuegos artificiales ante un público de miles de personas en absoluto socialmente distanciadas y entre las que costaba encontrar una mascarilla. Y aunque duró 42 minutos, en él solo cupo una mención al virus para agradecer a médicos y otros que lo combaten.

El mensaje de guerra cultural en Trump no es nuevo. De hecho ha estado presente toda la carrera política de Trump, que en su toma de posesión prometió que con su llegada al poder acababa «la carnicería americana» y en cada oportunidad denuncia el supuesto secuestro de los demócratas por parte de la «izquierda radical». Pero ahora lo está haciendo eje central de su campaña. Y aunque hace dos semanas pinchó al reunir a poco más de 6.000 personas en un mitin en Tulsa (Oklahoma), el viernes consiguió darle el empaque y la proyección de un acto presidencial.

PROTESTAS / Aunque las protestas por la justicia racial y contra la brutalidad policial han reactivado a Black Lives Matters, dado pie a un movimiento que es mayoritariamente pacífico y sumido al país en una reflexión sobre las injusticias de su pasado y su presente, Trump solo ve «turbas rabiosas» que «intentan tumbar estatuas de nuestros fundadores, vandalizar a nuestros más sagrados memoriales y desatar una ola de crimen violento en nuestras ciudades». Y aprovecha para denunciar la llamada «cultura de la cancelación», asegurando que es la «definición misma de totalitarismo». Pero Trump no solo hace denuncia. El mismo viernes emitió una orden ejecutiva creando un grupo de trabajo encargado de presentarle en no más de 60 días una propuesta para crear un «Jardín nacional de héroes americanos». Y también con sus palabras azuza el enfrentamiento. «Quieren silenciarnos pero no seremos silenciados», aseguró en el discurso. «Creen que el pueblo americano es débil y blando y sumiso pero no. (...) Estos ataques a nuestra magnífica libertad deben ser detenidos y lo serán, muy rápido». Eran promesas en una intervención en la que daba cabida al compromiso con la policía, el derecho a tener armas y la construcción del muro con México. Y jugaba con referencias a símbolos ya convertidos centrales en las guerras culturales como la rodilla en el suelo. «Solo nos arrodillamos ante dios todopoderoso», dijo Trump.