Kenneth Lee Boyd no quería pasar a la historia como el reo número 1.000 ejecutado en EEUU desde la restauración de la pena de muerte, en 1976. Pero ni el gobernador del estado de Carolina del Norte, Michael Easley, ni el Tribunal Supremo quisieron intervenir para arrancarlo de las manos del verdugo. Ayer, a las 2.15 horas de la madrugada (seis horas más en España), Boyd murió a los 57 años de edad en la prisión central de Raleigh (Carolina del Norte), donde se le administró una inyección letal por asesinar a tiros, en 1988, a su esposa y a su suegro.

"Su ejecución no ha hecho al mundo mejor ni más seguro, y si esta cifra es un hito, es un hito del que debemos avergonzarnos", declaró, desolado, Thomas Maher, abogado del reo. El mismo sentimiento de repulsa se apoderó de la multitud que se dio cita ante los muros de la prisión para protestar por la ejecución. "Kenneth Boyd quizá no haya muerto en vano, porque la gente rechaza la pena cuanto más se habla de ella", dijo el director de Creyentes contra la Pena de Muerte, Stephen Dear.

APOYO PRESIDENCIAL Ese no fue el caso del presidente de EEUU, George Bush. El mandatario estadounidense "apoya firmemente" la pena de muerte porque piensa que puede ayudar a salvar "vidas inocentes", según su portavoz, Scott McClellan. Tampoco fue el caso del sheriff del condado de Rockingham, Samuel Page. Tras contemplar la ejecución, Page declaró satisfecho: "Se ha hecho justicia", y añadió que no se debía olvidar a las víctimas.

Boyd, que nunca negó los asesinatos, disparó dos veces contra su suegro, Thomas Dillard Curry, y después se volvió contra su esposa, July Curry Boyd, de la que vivía separado. Sin pestañear, descargó ocho tiros sobre July, que tenía 36 años. La sangre de la víctima empapó al pequeño hijo, que quedó atrapado bajo el cadáver de su madre.

"Después volvió a cargar su pistola, llamó a la policía y pidió que vinieran a detenerle, porque había matado a su esposa y a su suegro", explicó la fiscal, Belinda Foster. Boyd mantuvo siempre que no recordaba lo que había hecho, y tampoco sabía por qué había asesinado a sus familiares. Como explicaron sus abogados hasta la saciedad, tenía un coeficiente intelectual de sólo 77, tan bajo que roza el 75, considerado como retraso mental. También insistieron en que sus duras experiencias de combate en Vietnam influyeron en sus crímenes, pero los jueces desoyeron estos argumentos y rechazaron sus peticiones de clemencia.

"Yo creo que debería pasar el resto de mi vida en la cárcel", dijo el reo antes de su ejecución, a la que fue tranquilo, aunque molesto por "ser recordado como un número". Su hijo de 35 años, Kenneth Smith, que le visitó todos los días las últimas dos semanas, dijo que su padre "no quería ser el número 999 ni el 1.001, lo que quería era vivir".

Al final, Boyd musitó un "Dios bendiga a todos los presentes" antes de cerrar definitivamente los ojos tras la inyección letal. No sólo el estadounidense Kenneth Boyd fue ayer noticia por su ejecución. Un saudí fue decapitado en su país por asesinato y un australiano fue ahorcado en Singapur por tráfico de drogas. Pese a que existe una tendencia a la abolición en todo el mundo, 75 países o territorios continúan aplicando la pena de muerte para delitos comunes.