En los años de plomo italianos, la alta burguesía se encerró en casa temerosa de convertirse en una víctima más de las Brigadas Rojas. Dejó de frecuentar los lugares públicos para recibir en sus salones, sin imaginar que el enemigo estaba en la habitación de al lado. Al igual que los padres, sus retoños se reunían en la seguridad del domicilio particular, pero lo hacían para urdir atentados y secuestros. Entonces en Italia, como ahora en Gran Bretaña, el mejor escondite del terrorista era la normalidad doméstica. Aquella borrachera terrorista la acabó un superprefecto con amplísimos poderes, los infiltrados, y los pentiti.

Con el terrorismo global, todo resulta mucho más difícil. En vez de arrepentidos hay suicidas; los infiltrados escasean porque desconocen los idiomas en los que se expresan los de la bomba, y la mano dura de poco servirá mientras Irak siga siendo el enorme campo de entrenamiento terrorista en que lo ha convertido la guerra y el Gobierno de Pakistán sea incapaz de controlar sus provincias fronterizas con Afganistán.

*Periodista.