La imagen de Europa como una especie de Suiza del siglo XXI, excesivamente cómoda y satisfecha consigo misma, ha dado paso en muy poco tiempo a una Europa desorientada y deprimida. La crisis ha puesto al descubierto los problemas no resueltos del proyecto europeo y las dificultades de los gobernantes, asediados por la voracidad de los mercados, para defender el modelo social que ha sido uno de los mayores orgullos de la Unión Europea (UE). Y lo que parecía otro gran logro, el euro, está hoy en el ojo del huracán y se discute la conveniencia de su continuidad.

Las expectativas que había generado el Tratado de Lisboa han desaparecido cuando solo hace poco más de un año que entró en vigor. En lugar de una mayor cohesión, reaparece el nacionalismo de los estados y su deriva social, que es el populismo. Vuelven los egoísmos nacionales de los años 30 con los que los dirigentes intentan justificar las medidas a corto plazo, según denunciaba Jacques Delors, que fue uno de los puntales del proyecto europeo entre los años 80 y 90. El tándem franco-alemán sigue arrastrando al resto de la Unión, pero lo hace a trompicones y ya no es aquel equipo con una visión europea.

"Europa carece de personalidades al frente de los estados y de las instituciones europeas que tengan un dominio suficiente de las cuestiones nacionales e internacionales y que demuestren tener una capacidad de juicio adecuada", decía hace unas semanas el excanciller alemán Helmut Schmidt.

ILUSION EVAPORADA Parece que la UE ha renunciado a influir en la transformación del mundo. La ilusión de que Europa, que pese a todo sigue siendo la mayor economía del mundo, podía ser la tercera superpotencia que pudiera hablar de tu a tu con EEUU y China, se ha evaporado.

La presencia y peso de Europa en el mundo es cada vez menor. No hace falta recordar la negativa del presidente Barack Obama a asistir, durante la presidencia española, a una cumbre EEUU-UE, o el acuerdo en Copenhague sobre el cambio climático sin la participación europea, ignorando los pasos que habían dado los Veintisiete para un pacto.

De repente, Europa ha visto la aparición en su territorio de una ávida China con una enorme lista de la compra en la que hay desde bonos de varios países, acciones en petroquímicas, gestión de puertos del Mediterráneo --como el griego del Pireo--, coches, vino o incluso jamón. El viceprimer ministro, Li Keqiang, en su reciente visita a España, fue recibido como un nuevo mister Marshall. Es una comparación muy gráfica pero lacerante al mismo tiempo porque revela un sentimiento de derrota e impotencia paralelo a la necesidad de que alguien saque a Europa del atolladero.

El imparable ascenso de China no hace más que confirmar la decadencia de Europa. Ya no se trata de que el bar de la esquina sea de unos chinos o de que la UE sigue siendo el mayor mercado para la exportación de sus productos. Hoy China es el banquero de los países europeos con mayores dificultades, además de serlo también de EEUU.