El coronavirus propaga enfermedad, ansiedad, preocupaciones y miedo, todo junto. En Estados Unidos, en medio de un túnel que se recorre por primera vez sin saber dónde está la salida, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, se ha convertido, contra todo pronóstico, en foco de luz.

Las ruedas de prensa diarias del demócrata se han vuelto cita obligada, bálsamo, objeto de hagiografía. Cuomo ofrece cifras cristalinas, presentaciones rudimentarias de Power Point y mensajes directos sobre la gravedad de la crisis pero también de humanidad y empatía. Sus comparecencias incluso las sigue, en busca de ideas, personal de la Casa Blanca.

Cuomo se vuelve viral por las bromas familiares con su hermano, presentador en la CNN, cuando este le entrevista. Y todo contribuye a poner bajo focos raramente reservados a gobernadores a un animal político de vieja escuela, un hombre de 62 años que empezó gestionando una campaña de su padre, el también gobernador Mario Cuomo, trabajó en la Administración del expresidente Bill Clinton y llegó al mando en Albany en el 2010.

Él es el que ha dado las órdenes más enérgicas de confinamiento en todo Estados Unidos - «asumo toda responsabilidad, cúlpenme», indicó--y es el calculado contrapeso a un Donald Trump más preocupado en reactivar la economía.

Cuomo es un político efectivo aunque no libre de escándalos por corrupción de aliados cercanos ni de críticas, especialmente del ala progresista del partido, sospechosa de sus grandes donantes, sus reticencias a subir impuestos a los ricos, sus colaboraciones con los republicanos o su plan para cortar Medicaid, la ayuda sanitaria a los más pobres.