Puede que la última página de Muammar el Gadafi se escriba la próxima semana, o quizá la siguiente, o en unos meses. Pero las que precedieron en su álbum biográfico retratan a un personaje imposible de etiquetar, tanto en lo político como en lo personal. En sus 69 años de vida -41 de ellos como guía de Libia-, Gadafi ha roto todos los esquemas como mandatario y como personaje público. Buscarle lógica a su talla de líder es tan ocioso como tratar de extraer sentido a su estilismo personal.

Más próximo a la viñeta de cómic que a los manuales de historia, tanto por lo que hizo y dijo como por las formas que siguió, Gadafi sería más creíble como personaje de leyenda de un cuento oriental. Sin embargo, ha sido protagonista del último tercio de historia del siglo XX -y, de momento, de la primera década del XXI-, con el visto bueno de Occidente, que unas veces lo soportó, otras miró hacia otro lado y otras le rio la gracia. Gracioso sería el personaje, si no se tratara de un tirano.

Las becerradas

Seguir la pista al ideario político del líder libio es tan entretenido como bucear en su vestidor. Preparémonos para encontrar de todo. Agitador anticolonialista, profeta socialista, gurú panarábico, león africanista, entrenador de terroristas, forofo pacifista¿ Gadafi supo adaptar a su estilo personal la moda ideológica del momento, lo cual no le privó de dejar tras de sí un reguero de propuestas disparatadas, a juego con su indumentaria. El mismo que invitó a todo el Magreb a fusionarse en un mismo país a principios de los 70, se ofreció poco después para dirigir una unión de Estados saharianos e invitó más recientemente a la comunicad internacional a trocear Suiza -en una parte italiana, otra francesa y otra alemana-, para protestar contra la justicia helvética por haber detenido a su hijo Hannibal, que la lio a palos con dos asistentas en Ginebra.

Si el diablo habita en los detalles, Gadafi esconde cuernos y rabo. Pocos líderes supieron hacerse notar en las distancias cortas de las grandes cumbres como él. Igual se colocaba un guante blanco para darle la mano a Hassan II, en protesta por haber estrechado este la de un líder judío, que reventaba la reunión de la Liga Árabe del 2004 gritándole a Mubarak: «Me largo a fumarme un cigarrillo americano».

Poseedor de un particular sentido de las alianzas geoestratégicas, solo él fue capaz de aterrizar en Roma con la foto de un héroe libio ahorcado por los italianos cosida a la solapa, y de cancelar la entrega de material radiactivo a las autoridades atómicas internacionales en protesta por prohibirle plantar su jaima en Nueva York en el 2009. El auge del terrorismo islamista le permitió presentarse como un santo, aunque en su primer discurso pacifista avisó: «Esperamos no vernos obligados a volver a los días en que poníamos bombas en nuestros coches, camas y mujeres para que no atacaran nuestros dormitorios».

El paseíllo

Un guionista de comedia surrealista habría enloquecido con él. Un diseñador de moda pop lo habría convertido en tótem. Ningún mandatario del siglo XX logró dotarse de una imagen y una leyenda semejantes a las suyas. De tan sofisticadas y originales, las extravagancias de Gadafi rozan la mitología, aunque algunas procedan de fuentes tan fiables como los cables de Wikileaks, donde es retratado como un «hipocondriaco paranoico y supersticioso, con pánico a volar sobre el mar, y maniático por ayunar los lunes y los jueves».

No es leyenda, sino hecho constatado, su devoción por el flamenco (en su visita a España en el 2007 pagó 100.000 euros a la cuadrilla de Rafael Amargo para verles bailar), los caballos -de su cuadra es el purasangre El rayo del Líder que le regaló a Aznar- y las tradiciones beduinas. A la historia mundial del protocolo han pasado la jaima que paseó por medio mundo, la camella que le daba leche fresca cada mañana y las cabras que él mismo sacrificaba a diario en sus viajes. La talla única no estaba hecha para él, capaz de movilizar en cada salida hasta tres aviones, una quincena de coches de lujo y un séquito de 300 personas, con mayordomos y camareros.

Coqueto hasta hacerse adicto al bótox y titular de un peculiar sentido de la elegancia -lo mismo desfilaba vestido de militar cubierto de medallas y con botas de tacón alto que aparecía con túnica beduina o saya africana-, su relación con las mujeres es uno de sus grandes agujeros negros. Se rodeaba de un séquito de féminas -la famosa guardia amazónica-, anunciadas como vírgenes y duchas en la lucha cuerpo a cuerpo, y su sombra era una enfermera ucraniana de imponente planta. En su último viaje a Italia pidió a su amigo Berlusconi que le organizara un encuentro con 1.000 empresarias, a las que invitó a convertirse al islam. La fe de los varones parecía importarle menos.

La manada

Su afición a las damas no le priva de haber sido un cumplidor padre de familia, atento siempre al devenir de su prole. Se casó dos veces: la primera, con una cría de 14 años de la que se separó pronto, tras tener un hijo. Prendado años más tarde de Safia, la enfermera que le asistió cuando le operaron de apendicitis, tuvo con ella siete hijos, bien colocados en la estructura del poder y con biografías salpicadas de escándalos.

El mayor, Saif al-Islam (38 años), estudió Arquitectura en Viena y Londres, donde vivió como un playboy. Era el principal delfín, en pugna con Muatassim, de 36 años, militar y jefe del servicio de seguridad, desterrado en el 2002 por tramar un golpe contra su padre. En medio estaba Al Saadi, de 37 años, a quien le dio por el fútbol. Llegó a fichar por tres clubs italianos (Perugia, Udinese y Sampdoria), pero solo saltó dos veces al césped y lo echaron por dopaje. Presumía de caprichos como llevar a Italia un avión cargado de arena libia para montar una fiesta beduina.

Hannibal atacó en el 2001 a tres policías italianos con un extintor; en el 2004 fue detenido por conducir su Porsche en dirección contraria por los Campos Elíseos; un año más tarde fue condenado por agredir a su novia, embarazada, en un hotel; y en el 2008 la emprendió a tortas con dos empleadas de un hospital de Ginebra, provocando un conflicto diplomático con Suiza. Saif también fue noticia por liarse a puñetazos en una discoteca alemana en el 2007. El menor, Khamis, está apuntado en un máster del Instituto de Empresa de Madrid, pero no se le ve el pelo desde hace semanas. La única hija, Aisha, abogada de 34 años, defendió a Sadam Husein en el juicio que acabó con su ahorcamiento. La revuelta libia las pilló, a ella y a la madre, de compras en Viena.

La cuadrilla

La saña con que es atacado Gadafi desde que comenzó su cruel represión contrasta con la complicidad y el respeto que los líderes occidentales le dedicaron a lo largo de la última década, después de que el guía libio diera muestras de su renuncia al terrorismo y Al Qaeda le hiciera quedar como un monaguillo.

Desde el año 2000, Gadafi ha compartido dátiles en su jaima con Aznar, Zapatero, el rey Juan Carlos, Silvio Berlusconi, Jacques Chicac, Nicolas Sarkozy, Tony Blair y Gerhard Schröder, entre otros. Todos le fueron a ver a Trípoli y con sumo gusto le abrieron las puertas de sus países, muchos de los cuales visitó, como Italia -donde estuvo varias veces-, Francia, Bélgica y España, donde llegó a recibir las llaves de la Villa de Madrid de manos del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón.

En esos encuentros las orejas de Gadafi fueron regaladas con frases elogiosas. Aznar le ensalzó por su compromiso contra el terrorismo y «sus reformas económicas» y Jack Straw, ministro de Exteriores británico, elogió su «enorme altura de Estado». Gadafi y Romano Prodi -por entonces presidente de la Comisión Europea- se trataron de «hermanos» en Bruselas, y Sarkozy, después de escuchar protestas por permitirle visitar la Asamblea Nacional Francesa, dijo: «Tiene su temperamento, no seré yo quien le juzgue».

Nadie preguntó jamás por la catadura democrática de los dólares que Gadafi gastó para comprar el 7% de la poderosa Juventus de Turín en el 2002, invertir en la Fiat y convertirse en el mayor terrateniente de la Costa del Sol, donde tiene una finca de 6.500 hectáreas que se extiende por cuatro pueblos de Málaga. Aunque ahora renieguen de esos billetes (y algunos hayan dicho que los devuelven), tampoco cuestionaron nunca Beyoncé, Mariah Carey, Usher, Nelly Furtado y Enrique Iglesias las millonarias cantidades que cobraron por montarles espectáculos privados a sus hijos. Eran otros tiempos, pero el mismo Gadafi.