Su campaña electoral ha sido dramática. Encajando golpe tras golpe, Gordon Brown ha aguantado hasta el final. A duras penas. Pero sus enemigos son cautos. No le darán por acabado hasta que sepan lo que deparan las urnas. Si el viernes debe dejar Downing Street, Brown no hará como Tony Blair. No será un asesor de lujo de grupos inversores, ni dará conferencias millonarias. Brown y su esposa, Sarah, quieren dedicarse al trabajo filantrópico. Se cerraría así un ciclo que comenzó en la infancia, en el pueblo escocés de Kirkcaldy.

En esa localidad industrial, John Ebenezer, su padre, era un pastor presbiteriano, con un sentido del deber y unos rígidos principios de austeridad. Desde pequeño, el chico se interesó por el trabajo con los vecinos. La política vendría poco después, estudiando en la Universidad de Edimburgo.

Su ambición era inmensa; su cerebro, privilegiado. Todos le auguraban un gran porvenir cuando, en 1983, entró en el Parlamento. Allí compartía despacho con su amigo Blair y juntos diseñaron el nuevo laborismo. Su carácter tempestuoso y hosco ha dificultado su paso por el Gobierno. La suerte no le ha acompañado. Ha tenido que lidiar con la peor crisis en 70 años.