El primer motor del gran cambio que vive la India en estos meses son los millones de mujeres que se han echado a la calle para exigir sus derechos. Son mujeres valientes, que pleitean en los tribunales, las que están sacudiendo los cimientos de una (in)cultura patriarcal que las mantiene condenadas a la invisibilidad desde hace siglos.

El segundo motor es el Tribunal Supremo, que ejerce también de Tribunal Constitucional. Se ha erigido en contrapeso del Gobierno nacionalista y conservador del Partido Bharatiya Janata, que desde el 2004 utiliza su poder para acosar a los sectores más liberales de la sociedad. Cuatro de sus 25 jueces han sido decisivos en esta mutación debido a su prestigio e influencia sobre los demás. Han logrado que se aprueben algunas resoluciones progresistas que afectan a derechos sociales y, en especial, a las mujeres y a los gais. En septiembre legalizó la homosexualidad. Fue un hito histórico que revertía una ley de la colonia británica. En otras sentencias declaró inconstitucional el delito de adulterio y anuló la orden que prohibía la entrada de mujeres en edad de menstruar en el templo de Sabarimala.

Desde octubre, el presidente de este tribunal es Ranjan Gogoi, uno de los cuatro progresistas. Es autor de frases que nos revelan su compromiso: «Los periodistas independientes y los jueces que son ruidosos de vez en cuando deben ser la primera línea de defensa de la democracia». En cuestiones de seguridad nacional, lel tribunal ha sido más conservadoro al dar por válidas las iniciativas gubernamentales que refuerzan su control de la ciudadanía a través de los datos biométricos, según denunció Jayna Kothari en Open Global Rights.

Esto es el debate político-periodístico, porque en la India una cosa es lo que dictan los jueces y otra la realidad. La tradición está por encima. Por eso es tan importante el desafío de dos mujeres menores de 50 años, en edad de menstruar, que entraron en el templo Sabarimala protegidas por la policía. Lo hicieron de noche y de negro. Fue una operación secreta. Se divulgaron sus nombres, lo que no es una buena idea.

En los incidentes posteriores causados por ultras -hombres y mujeres tradicionalistas- hubo varios muertos y decenas de heridos. Todos los partidos criticaron la decisión del Supremo y la entrada de las mujeres en un recinto sagrado.

En el estado sureño de Kerala, donde se halla Sabarimala, manda el Partido Comunista. El jefe del Gobierno, Pinarayi Vijayan, dijo no tener otra alternativa que cumplir la resolución del tribunal. Por una vez, parece que la ley ha ganado a la tradición. No cantemos victoria: los radicales solo han perdido una batalla.

Vijayan ha contado con el apoyo de cinco millones de mujeres que formaron en Kerala una cadena humana de 620 kilómetros. No fue una cadena de brazos extendidos, sino de mujeres hombro con hombro que demandaban el cumplimiento de la sentencia. Participaron funcionarios y miembros del gobierno local. No es un asunto religioso, tiene que ver con la igualdad entre hombres y mujeres.

El movimiento Me too no es ajeno al vuelco que se vive en la India. Les ha inyectado la energía que ha permitido a las mujeres indias romper su papel decorativo para exigir sus derechos. Varios escándalos de violación grupal y de actuaciones policiales y de jueces permisivos crearon un ambiente de ira, un basta ya colectivo. En la India, las mujeres son como las sufragistas británicas y norteamericanas, unas pioneras.

Varios países africanos son ejemplo de inclusión, como Etiopía, que tiene una presidenta (Sahlework Zewde) y un Gabinete paritario. La gente lo ha asumido con total normalidad, también que una mujer sea ministra de Defensa. En la India -como en España en otros tiempos; ¿eran otros tiempos?-, está en juego el poder de los religiosos, su capacidad de interferir en la vida de las personas y en el Estado desde puestos para los que no han sido elegidos en ninguna urna.

El feminismo, sea en Kerala o en Andalucía, no pretende eliminar al hombre, sino igualdad: mismos salarios, y derechos ciudadanos básicos, como que un no es un no en cualquier idioma. La esencia de toda democracia es la igualdad de oportunidades. Se trata de una vieja batalla entre las luces y las sombras. Así llevamos unos cuantos siglos, entre lo científicamente demostrado y el negocio de lo imaginario.