El nuevo incidente entre las dos Coreas, centrado esta vez en una muy pequeña isla, es realmente grave. De momento resulta muy difícil entrever en qué reside ahora la oportunidad del choque. Por parte de Pyongyang, bien pudiera deberse a la necesidad de mostrar firmeza ahora que el joven Kim Jong-un, hijo del Querido Líder Kim Jong-il y nieto del Líder Eterno Kim Il-sung, ha sido nombrado heredero. Dado que por primera vez se produce en un régimen comunista una sucesión dinástica de tercera generación, podría tener cierto sentido demostrar que Pyongyang no padece complejos. O al revés, y entonces estaríamos ante un intento de tapar descontentos entre la población ante tanta ineficacia heredada. Eso por no ponernos ahora a barajar la utilidad que podría tener para Washington un conflicto que desviase la atención, desde Irán y Afganistán, hacia un enemigo que, desposeído de sus armas nucleares, sería bastante fácil de dominar.

Pero el debate real se encuentra lejos de ese tipo de consideraciones. Es cierto que el nuevo incidente es aisladamente grave. Sin embargo, si lo acumulamos al resto de los que se han producido en los últimos años, veremos claramente que el problema es la herida abierta: hundimiento de un buque de guerra de la Marina surcoreana, en marzo de este mismo año: 46 marinos muertos; pequeña batalla naval a cañonazos el año pasado; otra batalla naval, con muertos, en el 2002; frecuentes pruebas de misiles capaces de portar carga nuclear; tiroteos a menudo en la frontera. Por parte surcoreana y estadounidense tampoco faltan las ocasiones de encender la mecha, comenzando por las maniobras navales llevadas a cabo el pasado mes de julio en el mar del Japón y las que ahora se estaban celebrando cuando tuvo lugar el incidente que es actualidad.

Todo ello configura un panorama de verdadera guerra fría al estilo de sus mejores años calientes, durante la década de los 50 del siglo pasado. Un escenario que en ningún caso lleva a la disolución pacífica del conflicto, sino al choque armado. Algo que puede ocurrir ahora mismo o dentro de uno, cinco o diez años, pero que parece fatalmente inexorable, y hasta íntimamente deseado por parte de Pyongyang, Seúl y Washington.

Reacción de Pekín

Desde luego, no es una buena expectativa. Una confrontación militar entre las dos Coreas no solo llevaría un enorme sufrimiento y destrucción a la península, sino que podría dar lugar a la cerrazón o a reacciones inesperadas de Pekín, muy lesivas actualmente para la situación política y económica internacional. Ya no estamos en 1950 y el grado de interacción entre las economías norteamericana y china (y hasta de subordinación de aquella a esta) no permite tomarse con alegría una guerra en el Lejano Oriente, por muy localizada que esté.

De hecho, ni siquiera la política de los boicots y sanciones parece ser un camino muy eficaz. Arrinconar al gato desesperado contra la pared no suele serlo. Quizá hubiera dado mejores frutos haber hecho justamente todo lo contrario: ayuda abundante a Corea del Norte, influencia cultural a chorro, contagio de libertad. Esas sí son armas poderosas. Gran problema: esa manera de actuar supone para los políticos muy escasa rentabilidad, sobre todo para el que inicia la jugada; en cambio, los beneficios pueden llevárselos los que vengan detrás. Es mucho mejor tener por ahí una guerra en conserva, para utilizarla cuando más convenga. Y el que venga detrás, que arree.