La calle Brandsen ofrece, asfalto de por medio, realidades paralelas. De un lado, el estadio de Boca Juniors, el club de fútbol más popular de la Argentina. Los buses de turistas internacionales tienen allí una parada obligatoria, y por eso hacen fila en la mañana de Buenos Aires. Basta con cruzar esa misma calle y encontrarse con el comedor comunitario «Pancita llena, corazón contento». Marcela Morales no llega a los 50 años.

Alguna vez pidió dinero porque no tenía qué comer. Parte de lo que recibía lo destinaba a alimentar a otros. Así nació ese lugar que bautizó con un diminutivo («la pancita») y que entre paredes de chapa pintadas de azul y oro, como los colores de Boca, cada noche recibe hasta 50 familias. Marcela recibe donaciones para sostener su cruzada. Entra un niño y le cuenta que no ha tenido escuela por una huelga de los maestros. Por eso no comerá. Su vista se choca con la de una nena que desayuna. Marcela le sugiere que se siente con ella.

Turismo y necesidad

Al lado de donde Marcela reparte panes y peces como milagros se levanta un negocio de souvenires. Los turistas compran canchas de Boca en miniatura o camisetas de Leo Messi de la selección argentina. Pero si se gira hacia la derecha, a 100 metros, sobre la misma Brandsen, otro comedor comunitario, Los inmigrantes, se prepara para recibir hombres, mujeres y niños. El Gobierno de la ciudad les gira dinero para que almuercen y merienden 125 personas. Pero, como reconoce Silvia, tienen que alimentar a 180. Junto con Janet y Sandra preparan este jueves un plato especial: carne con puré de papa y calabaza. Y es «especial», como remarca Silvia, porque pudieron hacer malabares con la ayuda económica que perciben. «Vienen de todos lados. A veces se acercan con vergüenza. Han perdido sus trabajos y les cuesta decir que no tienen qué comer», dice Silvia y Janet asiente.

Agustín Salvia, el director del Observatorio de la Deuda Social, de la Universidad Católica Argentina (UCA), estima que un 25% de los niños argentinos recurren con sus padres a los comedores comunitarios. Hay miles de ellos, especialmente en la periferia.