«El otro día me desmayé porque había tomado una de mis medicinas con el estómago vacío», dijo Francisca das Chagas Silva, de 43 años. Es diabética y vive en la zona rural del estado nordestino de Piauí. Cuando puede, desayuna café con harina. Su almuerzo incluye arroz, frijoles y un trozo de plátano. Cuando le contó al diario carioca O Globo su rutina alimentaria solo le quedaban en la nevera dos salchichas y dos manzanas.

Diez años atrás, Francisca no parecía pasar los mismos apremios. Entonces, la revista Istoé incluía al entonces presidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva entre los hombres del año por sus políticas de inclusión social. En el 2019, Lula ha cumplido su primer año en la cárcel por corrupción en el marco de una causa sospechosamente parcial. A su vez, el gigante sudamericano ha vuelto a formar parte del mapa mundial del hambre de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), del que había salido en el 2014.

A partir del golpe parlamentario que destituyó en el 2016 a la presidenta Dilma Rousseff empezó a desmontarse una serie de programas de protección a los más desfavorecidos. Ese año, la pobreza extrema azotaba a 13,5 millones de personas, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Doce meses más tarde eran 15,2 millones los que vivían con 0,42 euros diarios. Las familias que perciben 100 euros al mes pasaron de 53,7 millones a 55,4 entre el 2016 y 2017.

RECESIÓN E INFLACIÓN / Los especialistas coinciden en que la situación ha empeorado de manera drástica desde que Brasil acentuó su giro neoliberal con el Gobierno de ultraderecha. Según el director de la encuestadora FGV Social, Marcelo Neri, el 30% de los brasileños consultados dijeron no tener dinero para comprar los alimentos indispensables. Esto se relaciona con la recesión, el congelamiento del programa lulista de Bolsa Familia desde antes de la caída de Rousseff y una mayor inflación.

SIN PAN PARA SUS HIJOS / «Lo que mata el hambre de mi hijo es la guardería. En casa no tengo nada que darle», dijo Jadilson Morais da Silva, una habitante de 25 años de la periferia paulista, al diario A Folha. Alessandra, de 36 años, reside en una favela de nombre insultante: Paraisópolis. Cuando sus cinco hijos no van a la escuela se enfrenta con un pedido que a veces no puede responder ¿A qué hora comemos? «Me corta el corazón. Quieren pan y no tengo».

La FAO calcula en 5,2 millones los brasileños que apenas se alimentan. El presidente Jair Bolsonaro cree que los brasileños «no comen bien» y hablar de hambre «es una gran mentira». El capitán retirado aseguró molesto no haber visto por las calles «gente pobre con físico esquelético como en otros países del mundo». «El hambre no se combate diciendo que no existe», le recordó el director general de la FAO, José Graziano. El ingeniero agrónomo fue el diseñador de la política «Hambre cero» de Lula durante su primer Gobierno (2003-2006). Para Kiko Afonso, de la aoenegé Acción Ciudadana, el presidente «muestra una falta de conocimiento sobre la inseguridad alimentaria».

SIN AYUDAS AL CINE / El presidente Bolsonaro se ha propuesto erradicar la mala imagen de Brasil que surge del cine y por eso ha decidido recortarle las ayudas. Lo mismo sucederá con el teatro tras el éxito de la obra de Paula Giannini, De Esperanza, sudor y harina, que se ha convertido en Sao Paulo en un verdadero revulsivo. Giannini decidió llevar al escenario siete historias del hambre de un Brasil donde la riqueza del sector más pudiente ha crecido un 3,3% mientras los sectores más vulnerables han caído más del 20%.

«Es difícil no pensar en el tamaño del país como un lugar de abundancia. Pero, por un lado, hay desperdicio de alimentos y, por otro lado, personas que se alimentan de harina y agua». Eso lo sabe bien, por ejemplo, Maxuel Rismo, de 29 años. Vive en la favela carioca Codex de Nova Iguaçu, en la Baixada Fluminense. Normalmente se priva del almuerzo o la cena para que puedan comer sus hijos.

El caso de José Maílson Pereira es el del prototipo de un joven emigrante que llega a una gran ciudad en busca de trabajo. Fue albañil en São Paulo, pero se fue al paro. Para obtener 50 céntimos de euro al día debe recolectar unos 30 kilos de desechos reciclables.

Maílson es una de las 105.000 personas que duermen en las calles de en Sao Paulo, donde el número de indigentes ha crecido un muy preocupante 66%.

Algunos de ellos reciben un plato de sopa en el Centro Comunitario de São Martinho de Lima, que dirige el misionero Julioe Lancelotti. Cada noche llegan a pedir comida 10 personas nuevas. «Parece poco, pero dentro de seis meses habrán superado las 500».