El Líbano resucitó ayer todos sus fantasmas y escenificó la profunda fractura en la que está sumido desde hace tres años. Casi un millón de personas salieron a la calle para celebrar a sus ídolos caídos. Pero lo hicieron divididos, separados por el horario y el emplazamiento, y vigilados por miles de policías y militares. Unos recordaron al exprimer ministro Rafik Hariri, en el tercer aniversario del magnicidio. Otros despidieron al jefe militar de Hizbulá, Imad Mughaniya, asesinado la víspera en Damasco con una bomba en su coche.

En los barrios del sur de Beirut, feudo de Hizbulá, decenas de miles de chiís rindieron tributo al enigmático Mughaniya. El secretario general del Partido de Dios, Hasán Nasralá, como cabía esperar, dedicó gran parte de su alocución a su enemigo eterno, al que acusa de matar a Mughaniya. "Habéis matado al Haj Imad fuera del campo natural de batalla", dijo con tono vitriólico apuntando a Israel, que ha negado cualquier responsabilidad en el crimen. "Con este asesinato, el lugar, el método y el momento elegido, os decimos: sionistas, si queréis esta clase de guerra abierta, que el mundo entero lo escuche, dejemos que esta sea una guerra abierta".

"La sangre de Mughaniya conducirá a la eliminación de Israel", aseguró Nasralá.