Nunca tuvo miedo a hablar claro ni a saltarse las barreras de lo políticamente correcto. Eso le valió el amor de un gran número de austriacos, pero también el desprecio dentro y fuera de sus fronteras. Y es que en su sinceridad se reflejaban ideas nazis, racistas, homófobas... Su exaltación de las políticas de empleo del Tercer Reich le costó el puesto de gobernador de Carintia en 1991. En el 2000, la Unión Europea se unió para evitar que fuera canciller.

Pero el hombre del eterno bronceado no perdía su sonrisa y, cada vez que los medios anunciaban su fin político, lograba un nuevo hito. El último, dos semanas antes de su muerte, cuando triplicó los resultados de su partido. Fue un niño bonito, un seudoseductor y, según él, "de los pocos políticos capaces de llamar a las cosas por su nombre". Como en temas de inmigración, en los que alardeaba de haber advertido antes que nadie de los problemas si Europa no endurecía sus políticas. Hasta sus más acérrimos enemigos admitían que el enfant terrible ha marcado la política austriaca.