Zoran Djindjic era una figura controvertida. Como todo político de envergadura, tenía adeptos y detractores. Lo que nadie cuestionaba es que su principal característica era el pragmatismo. A él le gustaba hacer alarde de ello.

Djindjic fue, junto a Vojislav Kostunica, el gran protagonista de la revuelta que derrocó, el 5 de octubre del 2000, a Slobodan Milosevic, el expresidente yugoslavo que hoy está siendo juzgado por genocidio y crímenes de guerra en el tribunal de La Haya. Kostunica se alzó con la presidencia de la República Federal de Yugoslavia (RFA). Djindjic se convirtió, en enero del 2001, en primer ministro de Serbia. Aquélla fue una alianza de circunstancias. Kostunica y Djindjic pronto cayeron en una hostilidad mutua.

Djindjic prescindía de las ideologías. Estaba dispuesto a adoptar decisiones necesarias para ir avanzando, aunque fueran impopulares. Sabía que las reformas para acercar Serbia a Europa son la única salida viable. Y se comprometió con ello.

Djindjic se había creado bastantes enemigos, desde los ultranacionalistas a quienes no desean las reformas porque pueden desmontar intereses creados. Hizo tímidos intentos de enfrentarse a la mafia, aunque el rumor más extendido es que él tenía conexiones con ella. La mano asesina puede haber venido de uno u otro campo. El sabía el riesgo que corría y tuvo la valentía de aceptarlo.