Ni siquiera el recuerdo del símbolo del nacionalismo palestino, Yasir Arafat, una de las pocas figuras respetadas por todos los sectores de la dividida sociedad palestina, ha sido capaz de acercar por un instante a Al Fatá y Hamás. Más bien al contrario. La conmemoración en Gaza del tercer aniversario de su muerte degeneró ayer en la peor jornada de violencia desde junio, cuando los islamistas derrotaron a Al Fatá en la franja y se hicieron con el monopolio del poder. Siete civiles murieron y cerca de un centenar resultaron heridos, 15 de ellos de gravedad. Ambas facciones se acusan recíprocamente de iniciar la provocación y los disparos.

Al Fatá había planteado la concentración como una demostración de fuerza frente a Hamás, un pulso a cargo de esa ingente masa silenciosa relegada del poder y temerosa de criticar en las distancias cortas a los islamistas. "En Gaza --explica con otras palabras el economista Omar Abu Shaben-- se puede criticar a Hamás, pero sin pasarse. La mayoría de los desafectos ha optado por la autocensura". Pero ayer la manada protegía. Desde primeras horas de la mañana decenas de miles de simpatizantes de Al Fatá y otras facciones laicas de la Organización para la Liberación de Palestina se concentraron en la plaza Al Katiba, en el centro de Gaza. Las fuentes más hiperbólicas hablan de hasta medio millón de personas, la mayor manifestación desde el establecimiento de la ANP en 1994.

Desde la tribuna de oradores, flanqueada por murales con el rostro de Arafat y alguna foto de su sucesor, Mahmud Abbás, varios dirigentes recordaron ante un océano de banderas amarillas del partido al histórico líder palestino, símbolo de esa unidad añorada. Pero, como el domingo en Ramala, también se vertieron generosas dosis de jarabe de palo dirigidas a Hamás. "Gaza seguirá siendo un bastión de Al Fatá y no será incendiado por los amotinados", dijo Ahmad Hillis evocando la tesis del golpe de Estado, mantenida por los dirigentes nacionalistas. También se leyó un discurso de Abbás, en el que denunciaba "los crímenes" cometidos por Hamás en Gaza.

Cientos de policías islamistas acordonaban la zona y la tensión acabó desbordándose cuando la concentración ya se dispersaba. Según algunos testigos, los manifestantes provocaron a los policías al grito de "asesinos chiís" y estos abrieron fuego. Hamás es un movimiento suní, pero este epíteto se emplea como insulto para acusar a los fundamentalistas de aliarse con el régimen chií iraní. La represión policial fue repelida con piedras y con disparos porque, según fuentes médicas, al menos un policía recibió una bala en la cabeza. Ambos partidos acusaron al rival de iniciar la trifulca.

Las aguas ya bajaban enrarecidas. Haciendo una excepción por el peso de la figura de Arafat, el Ministerio del Interior, controlado por islamistas, autorizó la concentración. Pero desde la víspera, sus fuerzas de seguridad trataron de frustrar su éxito. Lo cierto es que tanto islamistas como nacionalistas están jugando muy sucio con el rival y en sus feudos respectivos han impuesto una suerte de estado de emergencia para afianzar su autoridad. En Gaza, el Gobierno de facto de Hamás ha depurado mezquitas y hospitales de simpatizantes de Al Fatá, ha prohibido la libertad de prensa y ha torturado a algunos militantes nacionalistas. En Cisjordania, Abbás y su Gobierno han arrestado a centenares de militantes de Hamás, han cerrado sus oenegés y planean medidas financieras para asfixiar económicamente todavía más a los islamistas.