A l cumplirse 75 años de los bombardeos atómicos de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki prevalece el reproche moral sobre las consideraciones de índole militar que llevaron al presidente Harry S. Truman a autorizar ambas operaciones. Detrás del Armagedón desencadenado discurrió un largo proceso para desarrollar el arma capaz de sembrar la devastación con un riesgo mínimo para el atacante. La luz cegadora que abrasó a 166.000 personas en Hiroshima y a 80.000 en Nagasaki indujo un cambio «más comparable con el que ocasionó la caída de Roma que cualquier otro cambio ocurrido durante los siguientes 1.500 años», según un informe elaborado por oficiales del Ejército estadounidense.

Todo empezó menos de un año después del ataque japonés a Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941). En agosto de 1942 se puso en marcha lo que muy pronto se conoció como Proyecto Manhattan , encargado de desarrollar una bomba atómica a partir de los trabajos de, entre otros, los físicos Albert Einstein, Enrico Fermi y Leó Szilárd.

El equipo que desarrolló las primeras bombas atómicas se instaló en un laboratorio secreto en Los Álamos (Nuevo México). El general Leslie Groves fue nombrado director del proyecto y el físico Robert Oppenheimer, director del laboratorio. En los años siguientes llegaron a trabajar para el diseño de las bombas, la obtención de uranio y plutonio enriquecidos y la fabricación de ambas hasta 130.000 personas, que dispusieron de 2.000 millones de dólares. Fue un trabajo multidisciplinar que hubo de resolver un sinfín de problemas de orden técnico hasta disponer de un prototipo a finales de la primavera de 1945, derrotada ya Alemania.

El presidente Truman, muy atento a la opinión de James C. Marshall, un general del cuerpo de Ingenieros que participó en los prolegómenos del Proyecto Manhattan , se mostró muy pronto partidario de recurrir a la bomba y finalmente, el 16 de julio de 1945, se llevó a cabo la primera detonación nuclear ( Prueba Trinity ) en Alamogordo, desierto de Nuevo México.

Truman se sintió legitimado a partir del 28 de julio a autorizar el uso de la bomba después de que el primer ministro de Japón, Kantaro Suzuki, descartó la rendición que dos días antes le exigieron los aliados en Potsdam en términos amenazantes.

La madrugada del 6 de agosto de 1945, un bombardero B-29 despegó de la base de North Field, en las islas Marianas, con la bomba atómica Little Boy en la bodega. A las 8.15 la soltó sobre la vertical de Hiroshima y detonó a unos 500 metros del suelo.

El médico y jesuita español Pedro Arrupe, que se encontraba en el noviciado de Nagatsuka, a seis kilómetros del centro de Hiroshima, recordó cuando se abrieron las puertas del infierno como «una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos». «Oímos una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán», escribió años después Arrupe en su libro Yo viví la bomba atómica .

Lo cierto es que ambas matanzas de civiles conmovieron las conciencias de muchos en cuanto se supo cuál era el alcance de la tragedia. Pero el pavor ante lo sucedido no fue suficiente para contener la carrera armamentista, sino que dio pie a una nueva lógica disuasoria . Claude Delmas la resumió en 1968 en La estrategia nuclear como «la paz por el miedo», que «tiende sobre las masas humanas una amenaza global, anónima, monstruosa».

A pesar de las lecciones de Hiroshima y Nagasaki, se estima que actualmente hay más de 14.000 bombas nucleares en todo el mundo, «miles de las cuales están listas para ser lanzadas y tienen un poder «decenas de veces más grande» que las arrojadas contra Japón, tal y como ha alertado el Comité Internacional de Cruz Roja (CICR). «Ha aumentado la frecuencia de incidentes militares que involucran a estados que poseen armas nucleares y a sus aliados», advierten. H