Irak se despertó ayer consternado, intentando superar la resaca sangrienta de 95 muertos y más de 600 heridos en la cadena de atentados que el miércoles sacudió una zona especialmente protegida de la capital. Los ciudadanos, entre indignados y todavía incrédulos por lo ocurrido, arremetían ayer contra sus fuerzas de seguridad, recriminándoles su supuesta incompetencia para defenderlos.

La del miércoles fue la jornada más sangrienta de este año y llegó justo dos meses después de que las tropas de Estados Unidos se retiraran de las principales ciudades del país para dejar la seguridad a las fuerzas locales.

Pese a intentarlo, ayer no fue una jornada normal en Bagdad. A diferencia de otros días, el mercado, habitualmente hasta la bandera, estaba desierto. Una estampa que daba cuenta del temor y la prudencia de los ciudadanos tras la masacre del miércoles.

El primer ministro de Irak, Nuri al Maliki, que tiene en la seguridad uno de sus principales desafíos, argumentó ayer que los atentados son una venganza de Al Qaeda tras el anuncio del Gobierno de retirar los muros de hormigón que salpican la ciudad a modo de protección.