Es el primer día del desconfinamiento general en Italia. La primera impresión es la de una jornada cualquiera, anterior a aquel 21 de febrero, cuando en el norte cerraron de golpe 11 pueblos y ciudades, 50.000 habitantes en total, por un virus llegado de China. Fue un choque mayúsculo para el país más indisciplinado de Europa.

Sin embargo, la sensación dura pocos segundos. En la primera calle, el caminante enmascarado se aleja sin discreción del otro caminante que no lleva mascarilla. Los albañiles han vuelto al trabajo, todos con la mordaza que les obliga a levantar el tono de voz, formando una algarabía que se resuelve al cabo de poco: se bajan la mascarilla y siguen trabajando. El bar de toda la vida comprado por un chino está abierto y vacío. El otro, de un italiano, ha eliminado cuatro mesas y las otras cuatro están a un metro de distancia. Vacío también.

Ruido y tráfico

Hay más ruido, tráfico y gente, pero sin las avalanchas temidas por la recobrada libertad. Los italianos son prudentes, o tal vez miedosos. Cines y teatros esperarán un poco, como los gimnasios, piscinas y playas.

Las tiendas están abiertas dos sí y una no. Coincide con los datos oficiales: algunas esperan a ver qué sucede y las otras no volverán a abrir. Las cifras oficiales indican un 18% de cierres, pero parecen más. Los carteles en los escaparates lo dicen claro: «Sin ayudas no abriremos, tendremos que despedir a los empleados». Son todos iguales, impresos por la misma asociación del sector. Un peluquero atiende a un cliente. «Si quiere, termino enseguida», dice a una señora en la puerta. «¿Hay que pedir cita, no? Sí, pero no es necesario, nadie espera».

Muchos peatones llevan mascarilla, un caleidoscopio de estilos, colores y confecciones: blancas y azules las que más, negras las de los agentes del orden; abundan las de color azul marino y las coloreadas. Las hay suntuosamente bordadas, como en un carnaval veneciano del siglo XVII. Casi todos se la bajan para hablar, muchos las llevan colgadas en el cuello y las suben al cruzarse con otra persona, como si fueran a soslayar a un apestado. «Oro, fuego y horca», escribió el médico Giovanni Ingrassia en el siglo XVI. Se podría traducir contemporáneamente por ayudas en dinero, desinfectante y multas para los transgresores.

En Trevi, Navona y Vaticano hay pequeños corros de curiosos, como si fueran a inspeccionar la ciudad después de un terremoto. La mayoría de iglesias están abiertas y en muchas se atisban labores de saneamiento. Como en los restaurantes: lejía, agua oxigenada, hipoclorito de sodio, aquella sustancia con la que se lavan las ensaladas del súper ya listas para comer. «Hemos esterilizado todo, como en una sala operatoria», explican en una peluquería para señoras, a sabiendas de que deberán hacerlo cada vez que terminen con una clienta.

Hay colas. Ya de buena mañana para entrar a los bancos, en la tienda de vestidos, en el estanco, en el quiosco, la tintorería, los almacenes y obviamente, el súper. La circunstancia del momento impone que no se pueda correr de un lado para otro; la vida se ha vuelto más lenta. En los cajeros automáticos no hay colas, pero a cada tanto un empleado los sanea. En las tiendas y bares se desinfecta con frecuencia. «Hace ya días que limpiamos», dicen en una tienda. Muchos dependientes llevan cintas de metro. Sirven para medir las distancias y saber cuántos clientes podrán aceptar cada vez.