Lo peor que se puede decir de Andrés Manuel López Obrador es que gusta a Donald Trump, que le calificó hace poco de «gran presidente». Le gusta porque habla como él y juega en su equipo en la guerra a la migración. AMLO, como le llaman en México, parece extraviado desde hace tres semanas, cuando pistoleros del cártel de Sinaloa tomaron la ciudad de Culiacán, levantaron barricadas, capturaron policías convirtiéndolos en rehenes y cerraron el aeropuerto en protesta por la detención de Ovidio Guzmán, el hijo del Chapo, condenado a cadena perpetua en Estados Unidos. El Gobierno mexicano ordenó liberarlo. Fue una derrota del Estado, y un pésimo precedente. Los demás cárteles ya saben cómo deben actuar en caso de que detengan a uno de los suyos.

AMLO asumió el cargo en diciembre del 2018 al frente de una plataforma de centroizquierda y envuelto en una esperanza de cambio. Sus promesas medulares eran acabar con la violencia, la impunidad y la corrupción, además de combatir la pobreza endémica en uno de los países más desiguales del mundo. Ha pasado un año y no ha logrado revertir la tendencia. No solo es Culiacán, y las siete versiones oficiales contradictorias ofrecidas, es el asesinato de nueve miembros de la familia mormona LeBarón, de origen estadounidense y asentados en México desde hace años -seis niños y tres mujeres-, quemados vivos por narcos aliados de Sinaloa.

El recrudecimiento de la violencia ha desnudado al Gobierno de López Obrador, que parece sin rumbo. Sus rivales dijeron que la política de más abrazos, menos balazos era una oferta de amnistía encubierta. Es injusto culparle, pues la herencia recibida es catastrófica. Sus antecesores en el cargo, Felipe Calderón (PAN) y Enrique Peña Nieto (PRI), suman 234.000 muertos durante sus mandatos. El año 2017 fue el más violento. No parece que estén en posición de dar lecciones.

Los periodistas y los defensores de los derechos humanos son los objetivos predilectos de la narco-política y de los narcos. Fue la apuesta de mano dura de Calderón la que ha generado este desastre. Él metió al Ejército en una batalla en la que abundan las violaciones de los derechos humanos. Hay cerca de 40.000 desaparecidos. Desde el 2007 se han descubierto más de 1.300 fosas clandestinas.

México parece Colombia hace 20 años, plagado de cárteles de la droga y de víctimas de todos los actores. Hay zonas del país en las que no existe el Estado. Pese a que es pronto para condenarle, corre un runrún que no beneficia a AMLO: dejó de ser el salvador para convertirse en uno más en el poder.

López Obrador tiene un aire a Trump. Es populista, se presenta como un antisistema, o antiélites, cuando forma parte de ellas. Le apoya hasta Carlos Slim. En sus comparecencias ante los medios de comunicación actúa como un predicador; hay más sermón que noticias. Sostiene que se dirige al pueblo directamente porque la prensa está vendida (a las élites). Para él, los informadores son comparsas, pero ahora los ha convertido en sus enemigos. Son habituales los insultos y las descalificaciones (igual que Trump). Es irresponsable decir estas cosas en un país en el que la profesión de informar es de alto riesgo: desde el año 2000, han sido asesinados más de 130 periodistas.

El problema de AMLO es que llegó al poder con su cabeza parada en el 2006, cuando perdió la elección frente a Calderón, que atribuyó a un fraude masivo, una opinión bastante extendida. El México al que cree pertenecer no existe; hoy es otro, pasado por la violencia y el descrédito del Estado. Quizá por eso no encuentra la tecla para solucionar los problemas, tiene un desfase vital de 13 años.

En medio de la crisis por la matanza de los LeBarón y con Trump ofreciendo tropas, no se sabe bien si como amigo o invasor, AMLO se dejó fotografiar con una estrella del béisbol en Estados Unidos y pelotero de los Astros de Houston, José Luis Urquidy, que es de Sinaloa. Su política informativa también pertenece a otra época. A Colombia le costó décadas firmar la paz con las FARC, pero la violencia sigue disfrazada de crimen común. Son sociedades que salen del conflicto dañadas, política y moralmente.

López Obrador sabe quién es su votante y el lenguaje que entiende. La guerra contra la prensa llega en un momento en el que los medios de comunicación perdieron credibilidad porque mandan el miedo, la autocensura y una cultura de no molestar. Los muertos, heridos y exiliados son el recordatorio de lo que les pasa a los que desafían al poder, sea cual sea su rostro.