El pueblo marroquí se prepara para celebrar un mes sagrado de Ramadán confinado, sin rezos en las mezquitas y sin los tradicionales encuentros familiares. El siglo transcurrido desde 1918 —cuando la humanidad se vio envuelta en la llamada gripe española— no había vivido algo parecido en un país musulmán.

La lucha contra el covid-19 en Marruecos, que ha registrado por el momento 3.300 infectados y casi 200 fallecidos —el tercer país más afectado de todo el continente africano—, ha obligado a las autoridades marroquís a recurrir al cierre de las mezquitas. Esta medida decretada el pasado 20 de marzo para evitar contagios se prolongará hasta el 20 de mayo, afectando a los 30 días más importantes del calendario musulmán.

La imposición de una frontera entre personas durante la práctica de uno de los cinco pilares del Islam cuya principal particularidad es la ruptura del ayuno en familia o con amigos aún no se asume en la ciudadanía. «Un drama interno para los fieles», afirma a este diario la joven marroquí estudiante Asmae Bassaou. Y añade: «Creo que lo más duro es la imposibilidad del encuentro con otros». El mes sagrado del Ramadán implica un esfuerzo y una abstinencia extraordinarias desde el alba hasta el ocaso. Lo más destacado: no se come, no se bebe y tampoco se mantienen relaciones sexuales.

El sentimiento de festividad y comunión se mantendrá en un estricto confinamiento. Habrá que despedirse de los cafetines abarrotados, especialmente por hombres, hasta bien pasada la media noche y de los festines familiares. El aislamiento como medida de combate contra la epidemia desvelará algo esencial: «La pobreza religiosa y cultural», comenta el sociólogo Rachid Id Yassine. «Aquí vamos a ver las dificultades de cuantas personas no saben recitar el Corán o no conocen los pasajes para conducir las oraciones entre los miembros de la familia», añade Id Yassine, en referncia al confinamiento.