Hace unas semanas un hombre entró en una oficina de campaña del Partido Republicano en el sur Pensilvania. Quería un cartel de Donald Trump con el eslogan drena el pantano para el jardín de su casa. Se habían agotado. Los voluntarios de la oficina le ofrecieron varias alternativas, pero no hubo manera de convencerlo. Volveré otro día, ya era hora de que alguien plantara cara a la corrupción, dijo al marcharse. La anécdota ilustra la fuerza que mantienen entre los seguidores del presidente sus promesas para acabar con la corrupción en Washington, entendida como el cambalache de favores a cambio de donaciones, el trato preferencial a las grandes empresas o el uso del cargo público para lucrarse. Lo que no parecía saber aquel hombre es que más que drenar el pantano, Trump se convirtió en su cocodrilo en jefe.

Tradicionalmente, al llegar a la Casa Blanca, los presidentes se desprenden de sus negocios para evitar los conflictos de interés o los dejan en manos de un administrador para que los gestione sin que el beneficiario tenga conocimiento de su manejo o pueda intervenir en ellos. El llamado fideicomiso ciego. Pero Trump no hizo ninguna de las dos. Simplemente puso a sus dos hijos varones al frente de la Organización Trump (un entramado de 500 empresas con presencia en más de una veintena de países) y actuó para que su cargo público redundara en beneficio de sus intereses privados. Si gano es posible que nunca vuelva a ver mis propiedades porque voy a trabajar para vosotros, dijo durante su campaña de hace cuatro años. No voy a tener tiempo ni para jugar al golf. Creedme.

Pero sucedió todo lo contrario. El republicano se ha pasado casi un tercio de mandato en sus hoteles, resorts y campos de golf, un deporte al que ha dedicado largas jornadas durante 300 días de su presidencia. Y cada vez que aterriza en uno de ellos, su empresa le pasa la factura al Gobierno para cubrir los gastos del servicio secreto o las comitivas de asesores que le acompañan. No queda ahí la cosa porque recepciones oficiales que tradicionalmente se celebraban en Washington o Camp David, se han trasladado ahora a Mar-a-Lago, bautizada por el propio presidente como la Casa Blanca del Sur. En 2018 recibió allí al primer ministro japonés, Shinzo Abe, uno de los mandatarios que ha pasado por su palacete de vacaciones en Palm Beach.

Comités de recaudación

Al concluir los dos días de encuentro, le llegó la factura al Estado: 13.700 dólares por la reserva de las habitaciones, 16.500 en comida y vino, y 6.000 en rosas. Reunión bilateral, decían los recibos, según ha publicado The Washington Post. Las facturas incluían hasta el agua, a tres dólares el botellín. En total, en estos casi cuatro años, la Organización Trump ha recibido 2.5 millones en pagos del Gobierno, de acuerdo con el mismo diario. Que podrían haber sido más si el ruido de la prensa no hubiera frustrado sus planes para organizar la Cumbre del G7 en el Trump National Doral de Miami.

El negocio tiene más derivadas porque tanto el presidente como su partido han celebrado infinidad de cenas y eventos de recaudación de fondos en los hoteles del magnate, convertidos a su vez en posada obligatoria para todo lobista, empresario o diplomático extranjero que quiera acercarse a la Casa Blanca. Solo los eventos de su campaña y sus comités de recaudación han dejado un mínimo de 5.6 millones de dólares en los bolsillos de la familia Trump, según el Post.

Todas esas prácticas bordean la ilegalidad y han dado pie a una larga lista de demandas, sin que ninguna se haya resuelto hasta ahora en contra del presidente. Pero ni siquiera el escrutinio público ha llevado a Trump, que publicita regularmente sus negocios hosteleros, a cambiar de comportamiento. El año pasado, por ejemplo, interfirió para frenar el traslado de la sede del FBI fuera de Washington porque no quería que su sede actual en el centro de la capital se reconvirtiera en un hotel capaz de hacerle sombra al suyo. Trump también prometió acabar con la influencia de los llamados intereses, como se llama a las grandes empresas, sindicatos o aseguradoras que contratan a ejércitos de lobistas para imponer sus intereses en el Congreso o la Administración. Una promesa que hacen todos los presidentes y ninguno la cumple.

Ayudas multitudinarias

Pero no fue más que otro truco de magia. Puso a un antiguo lobista de las farmacéuticas al frente del Departamento de Sanidad; a un alto ex ejecutivo de Boeing al frente de Defensa; a un lobista del carbón para dirigir la Agencia Medioambiental y a uno del petróleo a cargo de Interior, que aquí gestiona los precios públicos. En total, 281 lobistas han ocupado cargos en su Gobierno, según ProPublica. Con la pandemia ha sucedido al revés. Casi medio centenar de ex funcionarios, asesores de campaña u organizadores de su comité inaugural han pasado a hacer lobi para las farmacéuticas que han pujado por las ayudas multimillonarias para desarrollar vacunas o PCR contra el Covid-19, de acuerdo con Open Secrets.

Y luego está el nepotismo. El presidente ha asignado importantes responsabilidades en su Administración a su hija Ivanka y su yerno, Jared Kushner, sin que tuvieran credenciales para el cargo. Mientras él negociaba la relación comercial con China, Ivanka cerró varias patentes para sus marcas en el país asiático. Y Trump tampoco expresó la más mínima objeción cuando se supo que el viaje de su hijo Don Jr. a la India para vender una promoción de apartamentos de lujo le costó al contribuyente estadounidense 100.000 dólares por los gastos del servicio secreto que tuvo que acompañarle.